El reportero más joven de México

Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

No recuerdo cuando conocí personalmente a Luis Suárez. Lo leía en Siempre! cuando esa revista y El Día eran parte del bagaje de los greñudos que discutíamos interminablemente en las islas C.U. Es posible que hayamos comenzado a platicar en alguna cobertura periodística. 

Cuando repaso mi vida profesional, Luis es una figura constante, en ocasiones como fondo, otras en primer plano. Lo recuerdo en la capilla de Manuel Buendía, silencioso y preocupado, el rostro más sanguíneo que de costumbre y su nariz aguileña perlada de sudor, entre León García Soler y Raymundo Riva Palacio.

Hace 21 años que se nos fue, el 31 de mayo del 2003. Nos dejó su obra periodística, sus libros, su generosidad, su visión del mundo, su valentía personal, su formidable capacidad de trabajo. 

De Luis Suárez me separaban treintaypico de años. Fue el último de mis grandes amigos, por trayectoria y edad, uno de los robles a cuya sombra me acogí desde que era un reportero latoso “capaz de crear problemas sin tener edad para votar”, como me acusara un colérico presidente del PRI en la dirección del diario en el que comencé mi carrera, episodio del que por fortuna salí indemne. En efecto, no había cumplido 18 años.

Esos hombres de la generación de Luis Suárez -inteligentes, generosos e implacables- tuvieron siempre tiempo y buena disposición para con sus jóvenes colegas. Exigían a cambio compromiso, disciplina y, de ser posible, algo de talento.

Era una forma de ser auténtica, terrenal, alejada de los olimpos en que viven muchas glorias. José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis dejaron testimonio de sus impertinentes visitas de domingo mañanero a la casa de Edmundo Valadés para que éste leyera y criticara sus más recientes cuartillas mientras su esposa se retorcía de coraje por la interrupción del descanso.

Luis compartía ese rasgo de confianza en los jóvenes que vienen atrás. Yo le apodé “el reportero más joven de México” porque hasta el fin de su vida no se permitió pretextos para cumplir con su trabajo y su firma aparecía semanalmente en diarios y revistas y sus créditos en radio y televisión. 

Con los años nuestra cercanía profesional y personal creció. Viajamos a muchos países con la Federación Latinoamericana de Periodistas, la FELAP, de la que era presidente y principal animador. Verdaderos viajes de trabajo, tanto, que una vez le dije que ya no me invitara porque no dejaba espacios para la diversión.

Era de los que asistían a todas las sesiones del evento convocado, por más soporíferas que fueran. Y no dejaba nada para el día siguiente. Se acostaba temprano sin tomar más que un par de güisquis ¡de una botella comprada en el duty free! ¿Qué clase de viajes periodísticos eran esos?

En una ocasión fuimos a Canela, en el sur profundo de Brasil, habrá sido en 1994. El dirigente político que presidía el evento garantizó ante delegados de todo el continente un cambio de rumbo del país gigante. La seguridad era teutona y se había advertido a la prensa que no habría declaraciones o entrevistas posteriores. 

Así que salí discretamente del salón y me oculté en uno de los corredores de acceso para tomar por sorpresa al nuevo presidente, un riesgo a cambio de la exclusiva. Al aproximarse la comitiva salté de mi guarida ante la alarma de los guardaespaldas … ¡y me topé de frente con Luis Suárez, quien brincó, también micrófono en mano, desde el lado opuesto! 

Los dos habíamos salido a trabajar mientras decenas de colegas departían animosamente en el bien surtido coctel oficial, confiados en que el funcionario no haría declaraciones. Cuando terminamos nuestro envío, que sería las ocho columnas del día siguiente, regresamos al evento con cara del gato que se comió al ratón. 

Le dije a Luis: “Yo fui el reportero más joven de mi generación … ¡pero tú lo sigues siendo!”

Creo que nadie viajó tanto como Luis. Los aviones, los autobuses, los barcos, eran como su segundo hogar. Una noche viajábamos a Bolivia en el peor servicio aéreo del planeta desde que los hermanos Wright levantaron el vuelo.

Era algo de espanto, una recreación de Béla Lugosi a diez mil metros, en un aparato que retumbaba con todos los ruidos imaginables y algunos desconocidos y expelía aromas que rivalizaban con los del reclusorio sur.

Y lo peor: sobre Panamá perdimos un motor. Pero en vez de bajar de inmediato pues, según supimos después, el avión del Lloyd Aéreo Boliviano podría ser confiscado por deudas de la compañía, el cretino que iba al mando siguió a Colombia para un aterrizaje “de emergencia”. 

Todos íbamos en la sexta ronda de la magnífica y se escuchaban llantos y promesas de enmienda, y el único tranquilo era Luis. En la cabina que se estremecía diabólicamente él dormía. Y durante la subsiguiente histeria y motín en tierra, él buscó un asiento para seguir en reposo.

Tenía la maldita costumbre de andárseme apareciendo, profesionalmente hablando, por todos lados. En el Ramadán de 1997 hubo en Argelia un enfrentamiento entre grupos fundamentalistas que terminó en masacre. Localicé al dirigente del Frente de Liberación Nacional argelino, Ahmed Ben Bella, en Suiza. Ya me sentía yo con el premio nacional de periodismo, el primer reportero mexicano en lograr tal hazaña … hasta que el entrevistado me aclaró: “Mais non, cher ami…” y me enteré de que Luis, Luis Suárez, lo había entrevistado para la revista Siempre! en 1950.

Son incontables mis recuerdos de Luis. En este el 21 aniversario de su muerte comparto dos. En el jardín de su casa de Cuernavaca, después de un almuerzo de conejo con alioli y vino de La Rioja, de pronto se quedó con la mirada fija y como si hablara consigo mismo, con un acento hasta entonces desconocido para mi en esa su voz aguda, y con el cuerpo medio encorvado, rememoró:

“Al llegar a México… poco después del desembarco en Veracruz, con mis primeros salarios compramos una maleta para el regreso a España … esa maleta estuvo guardada treinta años en un armario”. Luego alzó la copa de tinto y bebió un trago largo y presuroso mientras yo lo miraba sin entender cabalmente el sentido de sus palabras … que hoy, a mi edad, ya me queda claro. 

La otra memoria es de mayo de 2003, cuando nos preparábamos para la ceremonia del 19 aniversario del asesinato de Manuel Buendía. 

Lo buscó Omar Raúl Martínez para invitarlo. Después me refirió la conversación con Luis. “Le pregunté cómo estaba. Respondió que un poco mal y que entraría al quirófano al día siguiente. Le desee suerte. Lamenté su ausencia en el homenaje y me respondió con una voz pausada y firme: ‘¡Estoy con ustedes!’ … Y con un timbre que jamás había escuchado de él añadió: ‘Omar, ¡te quiero!’… Esa expresión me llegó al alma… Sólo atiné a responder con un hilo de voz: ‘Yo también a usted, don Luis …’ Esa imagen la repasé desde el sábado en la mañana que me enteré de su deceso y siento que así se despidió de nosotros”.

Añado que Luis realmente quería a Omar, a quien tuve el honor de presentarle. Estábamos en su oficina, y al colgar el teléfono con el joven que por enésima ocasión le pedía su artículo para la Revista Mexicana de Comunicación, me dijo con una gran sonrisa: “Este Omar … ¡es más latoso que un zapato nuevo!”

El espacio profesional que tuvo entre nosotros, los medios que tuvieron su pluma y su voz, los personajes que entrevistó y los libros que escribió, son su legado. Su hijo y su hija lo tienen cerca en una pequeña urna al lado de la de su adorada Pepita en el jardín exuberante de Cuernavaca.

No tengo duda de que en donde quiera que se encuentre, Luis sigue viendo el país con esa mezcla de amor y angustia con la que lo vivió desde su llegada a bordo del Sinaia en 1939, un joven capitán republicano liberado del campo de concentración, que en un momento de la travesía a Veracruz pudo preguntarse, a la manera del personaje de Luis Arturo Ramos: “Y ahora … ¿ya tendré que decir México y no Méjico?”

 

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