Alejandro Rodríguez Cortés*.
Cuando se dijo que Andrés Manuel López Obrador sería un peligro para México hubo muchos -incluso no simpatizantes del hoy presidente de la República- que lo tomaron más bien a la ligera, porque si bien consideraban que no era la mejor opción política para nuestro país, jamás imaginaron los alcances de la destrucción institucional y el retroceso liberal y democrático que implicaría un mandato como el que hoy ya está en el ocaso.
No tuvimos que esperar los 6 años. Vaya, ni siquiera que AMLO tomara posesión, porque ese peligro referido nos acechó desde el día siguiente del triunfo electoral obradorista: advertencias sobre quién mandaría férreamente y sin contrapesos, polarización social, amenazas, diatribas y -simplemente para empezar- la cancelación de la obra de infraestructura más importante de las últimas décadas.
Luego vinieron amenazas expropiatorias y nuevas cancelaciones de inversiones ya terminadas que desplomaron la economía mexicana a cero desde el primer ejercicio fiscal; llegó la pandemia, el paro y los cientos de miles de muertos producto de la incompetencia y la indolencia; después, el rebote insuficiente y la necesidad obligada del presidente por proteger a quien siempre fue su elegida para sucederlo; el ataque al Poder Judicial y organismos autónomos y, puntualmente, la ominosa prioridad de gastar el dinero público con propósitos exclusivamente electorales.
Y el advertido peligro se hizo realidad.
Sin embargo, y aún con el tamaño del desastre, la mal llamada Cuarta Transformación se atreve todavía a impulsar lo más peligroso de todo: lo que confirma las peores proyecciones y expectativas negativas en torno a López Obrador.
Y no me refiero ni siquiera a la ominosa confiscación de parte de los ahorros de trabajadores mexicanos en las Afores, de suyo un despropósito. Hablo del brutal embate contra el principal instrumento jurídico de defensa de la población frente a actos de autoridad.
Las modificaciones a la ley de Amparo ponen a los mexicanos materialmente a merced de una mayoría legislativa al servicio de un aspirante a dictador, cuyo propósito simplemente es que no puedan enmendarle la plana en sus afanes totalitarios. Quieren legalizar el autoritarismo.
A unas semanas del proceso electoral y a pocos meses del fin de su mandato, López Obrador quiere asegurar su inmunidad y la de sus allegados; quiere seguir mandando. Pero también quiere tener un trimestre de poder absoluto para perdonar discrecionalmente a personas ya procesadas y hasta sentenciadas por la justicia.
Voluntarismo sin límites, capacidades infinitas de mando, aniquilación de equilibrios políticos y de poder. Ese es el último y despreciable legado de esta pesadilla.
Paradójicamente, todavía estas nuevas leyes podrán controvertirse y declararse inconstitucionales por una Suprema Corte en el límite de la resistencia, porque hacia fin de año ya el gobierno entrante propondrá un nuevo ministro que podría inclinar la balanza hacia el absolutismo.
Todavía podemos evitarlo, saliendo a votar el dos de junio, y sufragar en contra de estos despropósitos. Votar para evitar que se mantenga el proyecto que sí fue y sigue siendo un peligro para México.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista
@AlexRdgz