Alejandro Rodríguez Cortés*.
Andrés Manuel López Obrador es una de esas personas que han caminado siempre al filo de la legalidad, en la delgada línea entre lo permitido y lo prohibido, donde se estira lo más posible la interpretación jurídica de las normas.
Hay muchos ejemplos de quienes desprecian la ley en beneficio propio, desde el vulgar ladrón o el más sofisticado estafador, hasta el empresario o la celebridad evasores de impuestos, pasando por el político que hará todo por acceder al poder y, una vez en él, mantenerlo con todo y sus privilegios.
Como opositor, el actual presidente de México es un gran ejemplo de quien se brinca las trancas legales sin que pague por ello: atentó contra las vías generales de comunicación, cobijado en su derecho a la libre expresión; bloqueó instalaciones estratégicas del Estado mexicano, apelando a demandas de fraude en su contra; cometió desacato a una orden judicial, en un audaz cálculo político que le rindió grandes frutos; y hasta se aventó el tiro de gritar ¡complot! cuando sorprendieron y exhibieron a sus testaferros recibiendo pacas de billetes sujetadas por ligas. Ya no digamos que vivió lustros sin declarar al fisco sus ingresos, por lo visto ilegales, que llegaban en sobres amarillos o circulaban en carruseles bancarios.
Ya en Palacio Nacional, quien se dice el portavoz del pueblo bueno y sabio ha dejado con letras de plomo celebérrimas frases que lo siguen retratando como un delincuente confeso: “es preferible la justicia a la aplicación de la ley”; “a mí no me vengan con el cuento de que la ley es la ley” y, la más reciente “por encima de la ley está la autoridad ética y política del presidente de la República”. Ese velo de impunidad con que ordena a diputados y senadores no cambiarle una coma a sus iniciativas legislativas, y tira línea al presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
López Obrador emula a Luis XIV y su “El Estado soy yo”; o a Richard Nixon con la descarada justificación de que “si el presidente lo hace, es legal”. Vale recordar que el rey Sol francés perdió la cabeza, literal, y el protagonista del escándalo Watergate simple y llanamente se quedó sin poder para morir después en la ignominia.
Ello parece anticipar el guión final de la mal llamada Cuarta Transformación, que lo ha justificado todo, así fuera la cleptomanía rapaz de la familia y los amigos del mandatario, o el ominoso pasado de los conversos Manuel Bartlett, Ignacio Ovalle, los Murat y un largo etcétera de expriístas.
Los hechos recientes, de franca decadencia del obradorismo, no deben de sorprender. Confirman, sí, lo que siempre fue prístinamente obvio: López Obrador haría todo lo necesario para cumplir la utopía de su autoimpuesto destino mesiánico.
A quienes señalamos el franco declive de la 4T nos asisten las pruebas de una terca e implacable realidad que da cuenta de 180 mil asesinatos en un país agobiado por la ingobernabilidad; escasez de medicamentos; el achicamiento de la economía mexicana y la vergüenza internacional de un México otrora protagonista y hoy aislado en una regresión autoritaria que voltea más hacia Cuba, Venezuela y Nicaragua que al resto del mundo.
Y por si eso fuera poco, ahí está el rugido de la multitud en el Zócalo gritándole “narcopresidente” al tabasqueño; ahí están los escándalos negados cada mañana en el palacio. Ahí está el ocaso del poder y el presidente chapoteando en el lodo de sus propias mentiras y sus delirios de grandeza, aún por encima de la ley que juró defender hace casi 6 años.
Siete meses más. Tictac.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista
@AlexRdgz