Desigualdad y prevención: “Una botella de náufragos”

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

A Evelina y Maria Garcia Mariscal con todo mi cariño.

Con toda modestia, pero también con toda la determinación del espíritu, propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria, capaz de sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad…

Gabriel García Márquez

Recientemente me encontraba tomando un café y leyendo un libro en una cafetería muy popular de la Ciudad de México. En esos lugares no se busca el silencio, sino la experiencia de la compañía, los rumores y el chisme del “mexiquito” al que alude Elenita Poniatowska. Así que, sin quererlo, pero puesto, terminé prestando atención a la conversación de dos jóvenes con respecto a las personas que viven en espacios de riesgo de catástrofes naturales. Ambos, con el clásico acento de las colonias acomodadas de la ciudad y un escudo de una famosa universidad privada pegada en el ordenador, juzgaban a las personas que viven en sitios “propensos a los desastres” de no abandonar estos lugares “por terquedad e ignorancia”. Veamos en lo inmediato lo vivido en nuestro Acapulco.

Los jóvenes, quienes claramente hablaban desde su posición de privilegio, comencé a pensar en cómo hemos desarrollado esta visión generalizada que responsabiliza al individuo de absolutamente todo lo que tiene que ver con su vida: el llamado mito de la meritocracia que nos lleva a creer y aceptar ciegamente la idea de que “el pobre es pobre porque quiere” y de que, si no hemos alcanzado el éxito, es porque no nos hemos esforzado lo suficiente. Las personas, en este imaginario, parecen estar en completo control de sus vidas y sus decisiones, como si eligieran su condición socioeconómica, los problemas sociales que condicionan sus vidas o la desigualdad.

La visión de los jóvenes, además, se encuentra totalmente desprovista de empatía sobre la identidad cultural. Esta idea desarraigada y transmitida por el capitalismo en la etapa que vivimos, no nos permite comprender el arraigo de las personas a sus lugares de origen, sobre todo, hay una desconexión entre la percepción que guardan la mayoría de los habitantes de las zonas urbanas y sus sitios de residencia, en comparación con los de las zonas rurales. La mayoría de quienes vivimos en zonas urbanas nos hemos mudado de hogar al menos una vez en la vida; incluso hay jóvenes que lo hacen cada mes gracias a aplicaciones como Airbnb.

Pero en muchas zonas rurales, sobre todo en aquellas pobladas por pueblos originarios, la compenetración de las personas a nivel individual y comunitario con su lugar de residencia es mucho más profundo y tiene relación con la cosmovisión milenaria que se ha heredado de generación en generación. Las “matrias”, como las llamaba don Luis González y González, refieren el horizonte donde reside la memoria familiar, donde nacieron, crecieron y murieron los abuelos, los espacios que dan sentido a la existencia y que conectan a la persona con el universo a nivel macro y micro.

Esto no quiere decir que los habitantes no estén conscientes de los peligros de los desastres naturales; cuando los hay, estos poseen un significado, entrañan un simbolismo propio que explica el lugar de la comunidad con respecto a la naturaleza y permiten establecer relaciones simbióticas basadas en el respeto. La montaña y su deslave, el volcán que escupe ceniza y fuego, el mar que trae al huracán y arrasa con todo, el valle y su sismicidad, la planicie y sus tornados, el monte y sus incendios forestales; cualquier condición de riesgo es parte de la existencia misma y se asimila como tal como lo observamos recientemente en Acapulco.

¿Esto significa que no podemos estar protegidos ante las desavenencias?, ¿que la única opción es huir de ahí, buscar otro espacio donde habitar?, ¿que de lo contrario seremos responsables de las consecuencias? La ciencia y la tecnología constituyen una lucha constante contra nuestras limitaciones, contra la debilidad intrínseca de la humanidad frente a la naturaleza, ya sea por causa de un terremoto, un deslave o de un virus. Para ser más concretos, propongo que lo pongamos en perspectiva. La ciudad de Tokio en Japón está instalada en uno de los espacios con mayor sismicidad del mundo. Más de una ocasión, terremotos y sus respectivos tsunamis han azotado a la población, y los habitantes de la ciudad lo han padecido mucho menos que quienes habitan en las periferias rurales.

La ciudad de Tokio y otras más en Japón están diseñadas para resistir el embate de las fuerzas de la naturaleza; se cuenta con protocolos de acción, se ha generado una cultura de la prevención y acción oportuna ante los desastres. Aunque Japón está ubicado en el mero cinturón de fuego del Pacífico y su experiencia con los terremotos cuenta episodios muy dolorosos; se han creado políticas públicas y leyes destinadas a regular las construcciones, planificar las acciones ante el desastre y concientizar a la población para actuar a nivel público y privado. Este, desafortunadamente, no es el caso de Haití.

Aunque aquel país no está en una zona de alta sismicidad como Japón, el 12 de enero de 2010, un terremoto de 7.0 grados en la escala Richter azotó su capital, Puerto Príncipe, y los alrededores, lo que produjo un nivel de destrucción inusitado que dejó consecuencias de largo plazo. Hasta hoy en día, los efectos del terremoto se siguen sintiendo entre el país y sus habitantes, muchos de los cuales se han desplazado a otros países tras la catástrofe. ¿Cómo podemos entender la diferencia entre los efectos de los terremotos en Japón y Haití?

Japón es un país con un alto desarrollo económico, cuyos habitantes disfrutan de un nivel de vida elevado en general, con acceso a servicios de salud, educación, seguridad, entre otros. Como país desarrollado, su infraestructura es eficiente y su nivel de implementación tecnológica es de los más altos del mundo. Es un país con estabilidad, donde la cultura de la prevención y el respeto es incuestionable. En cambio, Haití es un país subdesarrollado, donde desde hace años prevalece la inestabilidad política, se caracteriza por su bajo desarrollo económico, falta de acceso a servicios básicos y falta de garantía de los derechos humanos.

Entonces, ¿hay relación entre el desarrollo socioeconómico y la estabilidad política de un país y su capacidad de respuesta y prevención ante los desastres? Sin duda. No todo lo que determina enfrentarse a la catástrofe se define por el lugar geográfico, el espacio; juegan un papel fundamental la infraestructura, los fondos de atención a desastres, la prevención por medio de políticas públicas y la educación, así como los recursos para atender a los afectados y reincorporarlos a su vida normal. La población en situación de pobreza y otras vulnerabilidades sin duda es mucho más susceptible a padecer los efectos de las catástrofes y desastres, así que mientras más personas se encuentren en esta condición y menos apoyo reciban, mucho más grave serán los efectos de la naturaleza y por ello hay que acordarnos mucho de Acapulco.

La respuesta entonces no está en evitar vivir en las zonas geográficas de riesgo. Dudo de hecho que exista un lugar cien por ciento seguro, donde jamás ocurra una eventualidad. Es cierto que existen zonas de riesgo más elevado para ciertas circunstancias, pero un avión puede estrellarse en cualquier parte del mundo. Lo que tenemos que entender es que nuestra capacidad para afrontar los embates de la naturaleza depende mucho del nivel de desarrollo y atención de instituciones, gobiernos y de las acciones comunitarias.

Hay situaciones que no pueden evitarse. Nuestro país es testigo de eventos que han sacudido el suelo y a su gente. En 1985, un devastador terremoto tuvo lugar en la Ciudad de México y dejó daños irreparables con efectos a largo plazo, sin contar las pérdidas humanas que no pueden ser reemplazadas. En 2017, otro fuerte sismo sacudió la capital dejando destrucción y pérdidas a su paso, llevándose también vidas humanas. Sin embargo, entre ambos eventos, la catástrofe del primer sismo no se compara con la del segundo; lo distinguen una infraestructura mejorada y construcciones en general mucho más fortalecidas y preparadas. Una alerta sísmica capaz de salvar vidas, la cultura del simulacro y la educación para prevenir y enfrentar desastres.

La capital seguirá siendo una zona de alta sismicidad por muchos factores, pero una emigración masiva no parece realista. Las estructuras sociales y económicas que se imbrican en distintos aspectos de nuestra vida son fundamentales para comprender nuestra relación con la naturaleza; además, considerar los aspectos culturales es primordial. El riesgo de las catástrofes naturales se mide en función del desarrollo, y éste no es responsabilidad de una sola persona, sino un factor estructural.

 

Manchamanteles

Concluimos nuestra serie: “Enero para recordar poetas femeninas”, con un famoso soneto de Sor Juana Inés de la Cruz, nada más porque los clásicos son atemporales:

Éste que ves, engaño colorido,

que, del arte ostentando los primores,

con falsos silogismos de colores

es cauteloso engaño del sentido;

éste, en quien la lisonja ha pretendido

excusar de los años los horrores,

y venciendo del tiempo los rigores

triunfar de la vejez y del olvido,

es un vano artificio del cuidado,

es una flor al viento delicada,

es un resguardo inútil para el hado:

es una necia diligencia errada,

es un afán caduco y, bien mirado,

es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

 

Narciso el obsceno

Mientras paseaba por la ciudad en su camioneta se preguntaba por qué a la gente le molestaba tanto la lluvia, esos cuerpos mojados tras la ventana le daban a la tarde un aire de melancolía.

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