Boris Berenzon Gorn.
A cada instante se pone a cero el contador y el ser humano tiene un don maravilloso:
la oportunidad de empezar, e intentarlo de nuevo.
Arturo Pérez Reverte
Estamos en la primera página de una nueva vuelta al sol, de un año que se abre como un horizonte de propósitos y metas a cumplir, de objetivos renovados por alcanzar y de caminos que reconstruir. Es cierto que el inicio de otro ciclo es una construcción imaginaria; lo hemos examinado aquí en otros momentos, pero tenemos la seguridad de que el material simbólico que viene con la representación de ciclos abre el camino para recomenzar y transformar.
Con todo, no debemos perder de vista que los cambios trascendentales no ocurren de la noche a la mañana. Esto es cierto para las aspiraciones personales, lo mismo que para los grandes problemas estructurales que aquejan a la humanidad. Marcar un nuevo comienzo tiene la ventaja de poder visibilizar todo aquello que representa un área en la cual es posible trabajar; pues concientizar sobre los retos y desafíos que enfrentamos a nivel personal y social es el mejor camino para trazar una ruta crítica.
Definir los retos es crucial para trabajar en ellos, y en nuestra sociedad tenemos al menos dos temas de urgencia que se imbrican en el resto de los problemas que de ellos devienen: la desigualdad y la violencia. Es cierto que se trata de dos directrices estructurales del capitalismo, recrudecidos especialmente con todo aquello que pretende cambiar nuestro tiempo, dígase el fin de la historia, la posmodernidad, los giros y todo aquello que disimule un poquito el pánico del esa ilusión de que cambia el mismo sistema inamovible. Pero, esto no significa que no se puedan tomar medidas para componer sus efectos. La desigualdad es inherente al sistema, y al menos a corto plazo no parece sensato pensar que se detendrá; la violencia también, y cada vez más se transmite por la construcción de narrativas hegemónicas que garantizar la perpetuación del sistema.
Si examinamos la Historia, sin embargo, podría debatirse que estas características fuesen factores del capitalismo, pues está probado que siempre han existido la desigualdad y la violencia; nada tengo que objetar ante ello. Lo que quiero dejar claro es que las modalidades que enfrentamos hoy en día tienen características específicas que funcionan como prácticas que aceitan el engranaje social, y que, por lo tanto, en sus vertientes actuales, han adquirido elementos propios que recrudecen el panorama mundial de la existencia, con una pobreza creciente, un derecho internacional incapaz de garantizar la paz y una incapacidad progresiva para garantizar que las mayorías accedan a un nivel de vida digno.
La desigualdad de nuestro tiempo se ha vuelto cada vez más aguda. Para analizar las cifras, nos sirve el mea culpa del Banco Mundial, institución que admitió que 2023 fue el año de la desigualdad. Señaló que los países menos desarrollados han demostrado no poder superar con facilidad las crisis emanadas del Covid-19, el cambio climático y sus efectos en la violencia o la seguridad alimentaria. Según el BM, 700 millones de personas en el mundo viven en pobreza extrema, es decir, sobreviven con 2.15 dólares al día; a ello agregamos que la lucha contra ella lleva tres años de retraso. Señala también que desde 2019 el número de personas que sobreviven por debajo de la línea de pobreza, es decir, que ganan 6.85 dólares al día, ha aumentado.[1]
No es de extrañar que la desigualdad de nuestro tiempo esté homogeneizando la precariedad, pues disminuye abruptamente el número de personas más ricas mientras aumenta el de personas en “pobreza extrema” o “pobreza” a secas, separación de conceptos que para el caso más bien resulta indignante, pues manifiesta la imposibilidad de las mayorías para acceder en condiciones de igualdad a los derechos y servicios básicos. Esto afecta mucho más a los grupos vulnerables, y por supuesto, la brecha de género es un factor importante a considerar.
Señalemos también que la tendencia al recrudecimiento de la pobreza se ha convertido en un monstruo que cuelga del mito de la meritocracia y encuentra en ella su mejor aliado para oprimir cualquier atisbo de contrapeso a los poderes del neoliberalismo. La mayoría de los Estados admiten abiertamente las diferencias en el desarrollo económico como algo natural, como un “camino” a transitar para llegar al punto cumbre en que se encuentran los países desarrollados, siguiendo una serie de pasos impuestos desde la propia lógica de la desigualdad que niega no sólo la diversidad, sino sobre todo la diferencia.
La imposición de la desigualdad es producto de la política de los organismos internacionales y la presión que ejercen sobre los países subdesarrollados lo mismo que de un manejo sin bases éticas de la economía, y el concepto “vías de desarrollo” es una de muchas falacias que no cristalizan la realidad que existe en las latitudes más desfavorecidas. México se ha negado a seguir el camino de la imposición de los organismos internacionales en el último sexenio, y la desigualdad se ha venido paliando con políticas sociales impulsadas desde el Estado. Sin embargo, esto no basta para estar al nivel de las grandes potencias, y la realidad macroeconómica poco tiene que ver con la voluntad de cambio.
Los países desarrollados mantienen sus altos estándares de vida y seguridad no por ser los mejores, los de mayor mérito o los que han sabido emprender la receta de la prosperidad. Existe una serie de factores históricos que les han permitido ejercer dominio y poder sobre otros, y crecer a partir de la desigualdad. Lo que alguna vez se llamó imperialismo y garantizaba el poder mediante la política, hoy se llama globalización y eliminación de aranceles, producción a bajo costo y políticas públicas que favorezcan “la inversión extranjera”. El mapa de la desigualdad ha cambiado poco en las últimas décadas, y el gran apuntalamiento de China en el horizonte del crecimiento no coincide con la desigualdad y violencia que enfrenta la mayoría de su población.
Al discurso de la meritocracia, social e individual, donde se culpa al desfavorecido de su propia condición, se agrega la violencia generalizada, tanto factual como narrativa. Y justo es esta última una de las características de la época actual, y encuentra su mejor fuente de reproducción en los medios digitales. Si la violencia factual la hemos visto toda la historia; la violencia simbólica es el secreto del éxito del sistema actual: la degradación y denostación de todo lo que es diferente al yo. Hemos llegado al absurdo, a la negación de lo que está afuera, de lo que no podemos controlar, a la proliferación de un campo de batalla de “todos contra todos” con tal de llegar a la cima.
Es la figura del competidor contra uno mismo del que hablara Byung-Chul Han. La violencia discursiva se ha convertido en el camino de eliminación de la solidaridad, pues el sistema abre diez espacios para un millón de aspirantes y culpa a los rechazados de no ser lo suficientemente buenos para haber ganado uno de ellos. La violencia se explica por la desesperación de ser, de alcanzar, pero también por la imposición de modelos hegemónicos de estar en el mundo, pensar y comportarse. En este dilema social, los que se quedan atrás son aplastados por el resto y la capacidad de acción política está, en su mayoría, suprimida.
Los recovecos del cambio existen, a pesar de todo. Pero es cierto que para ejercerlo se requieren acciones colectivas. He decidido dedicar este rizo de inicio de año para incentivar la crítica a los postulados de la narrativa impuesta desde el poder económico y político; con la única intención de reconocernos a nosotros mismos en el horizonte de una serie de estructuras que no dependen del individuo para ser transformadas, sino del grupo. Así, como nos planteamos metas y objetivos personales; abramos el panorama a la deconstrucción y el análisis crítico de aquello que creemos; vinculémonos colectivamente, incluso en medios digitales y construyamos, al menos en las esferas más próximas, espacios libres de violencia, de solidaridad e inclusión.
Manchamanteles
Inauguramos la serie: “Enero para recordar poetas femeninas”. (Y por favor, suprimamos la tentación de llamarlas “poetisas”). A la memoria de Idea Vilariño:
Ya no será,
ya no viviremos juntos, no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa, no te tendré de noche
no te besaré al irme, nunca sabrás quien fui
por qué me amaron otros.
No llegaré a saber por qué ni cómo, nunca
ni si era de verdad lo que dijiste que era,
ni quién fuiste, ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido vivir juntos,
querernos, esperarnos, estar.
Ya no soy más que yo para siempre y tú
Ya no serás para mí más que tú.
Ya no estás en un día futuro
no sabré dónde vives, con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca como esa noche, nunca.
No volveré a tocarte. No te veré morir.
Narciso el obsceno
Empiezo el año con todo, pero mañana.
[1] Banco Mundial, “2023 en nueve gráficos: El aumento de la desigualdad”
https://www.bancomundial.org/es/news/feature/2023/12/18/2023-in-nine-charts-a-growing-inequality