Con sabor a uvas. Metas y fracasos rumbo al 2024

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

Yo no olvido al año viejo, porque me ha dejado cosas muy buenas.

Me dejó una chiva, una burra negra, una yegua blanca y una buena suegra…

Tony Camargo

Los ciclos se cierran sabiendo que son una construcción ficticia, una actitud de salvación inventada en nuestro afán por controlar el tiempo. No digo, sin embargo, que la naturaleza no imponga la vida cíclica que está grabada en el movimiento de los astros, el día y la noche o las estaciones; sino que los seres humanos elegimos un punto arbitrario de ese ciclo interminable para llamarle “inicio” y a otro “fin”. De pronto se antoja un erial sin tiempo ni espacio. Una fecha al azar comienza un nuevo recorrido de la tierra alrededor del sol, una nueva vuelta que tardará, al menos en 2024, 366 días en completarse hasta que nos encontremos otra vez en este punto, despidiéndonos del año y esperando emocionados otro más.

Pero esos puntos arbitrariamente elegidos para el inicio y fin de un nuevo tiempo se llenan, de todas formas, de los simbolismos que provienen de la existencia, de los retos del día a día y de las metas a las que nos dirigimos. No importa que el tiempo sea una construcción imaginaria y arbitraria para explicar la realidad, porque lo onírico siempre se cuela por los recovecos de lo que somos y lo que nos hemos propuesto ser. Así que, al llegar a los puntos finales de cada año, es natural reevaluar cómo hemos vivido nuestras vidas y hacia dónde queremos llegar, adaptándonos a objetivos nuevos, muchas veces modestos, pero que significan un paso hacia adelante en la realización de quienes somos. Sin duda alguna hay que hacer cuentas de las presencias y las ausencias que nos deja el año. Una cuenta cruda e insolente.

Sin embargo, en la medida en que establecemos estos nexos con el tiempo, entramos en competencia contra nosotros mismos, a veces de manera autocrítica, pero otras más bien inquisitorial. Es común que al estar parados en la meta final de un año nos fijemos más en los fracasos y lo que no hemos logrado que, en los avances, por mínimos que sean, que sí hemos tenido y que nos mantienen de pie ante la adversidad. Quizá es por eso por lo que cada 31 de diciembre las uvas se llenan de propósitos ideales, de metas inalcanzables, de deseos que parecen escurrirse entre nuestros dedos, quizá también es por eso por lo que cada año vuelven a ser los mismos, porque representan el ideal de lo que queremos ser y no podemos. Todo ideal esta condenado a ser aplastado por la realidad por fortuna. De allí que seamos humanos y finitos.

Desafortunadamente, esas nuevas metas y deseos, la mayoría de las veces reciclados de los años anteriores, se vuelven el patrón de medida de la relación con uno mismo. Somos quienes no adelgazaron o no pudieron amasar grandes fortunas, los que no viajaron por el mundo, no han encontrado al amor de su vida, no han llegado a una meta académica o laboral, somos

los que no cambiaron el auto o los muebles, los que no arreglaron el techo, los que no. Siempre los que no. Y entonces volvemos a esbozar un horizonte nuevo e ideal donde todo mágicamente se resolverá, dejando en el futuro nuestras expectativas, como si esa fuera la única vida que vale la pena vivir, la que aún no existe, porque ésta que tenemos es siempre un remedo de lo inalcanzable, una vida fake que no se parece a la del deseo. Desear es transitar el acueducto de un agua inalcanzable y misteriosa que algunos generosos, llamaran suerte o destino para no sucumbir ante el anhelo.

Esas críticas se imponen en nuestras vidas como canal comunicativo con el yo. De ese yo terco y prepotente que no deja fluir nuestros deseos. Son las voces del fracaso, del no, del casi. Las voces que nos torturan y nos comprometen a que resolvamos todo lo que dejamos pendiente, a “ser el arquitecto de tu propio destino” y resolver en tan solo un año, toda una vida, como si cada uno de los problemas que tenemos o de las frustraciones que nos acechan se hubieran gestado en 365 días. Nos obligamos a darle solución inmediata a la personalidad, al entorno, a temas que sólo se explican estructuralmente o que sólo tienen sentido cuando consideramos las condiciones económicas, políticas y hasta psicológicas donde estamos insertos.

En este punto lo que hay ya no es autocrítica, es falta de contacto con la realidad, falta de comprensión del entorno y de las causas que reproducen las violencias y desigualdades estructurales que son responsables de gran parte de la adversidad que enfrentamos cotidianamente. Se nos olvida la conciencia de clase y nos la pasamos viendo tutoriales para afianzar 1 000 000 de pesos, mientras viajamos en el transporte público rumbo a la escuela o el trabajo. Vamos con tarjeta de crédito en mano a comprar un smartphone nuevo, una pantalla más grande, un auto más moderno, no importa si lo tenemos que pagar en 2 o 3 años, ni siquiera si la nueva adquisición durará todo ese tiempo. Luego vienen las deudas y la culpa. Nos ponemos metas irreales fuera de nuestra situación estructuralmente condicionada y nos culpamos por no lograrlas.

Pero además insistimos en alcanzar metas personales sin criterios de realidad, queremos ir al gimnasio o estudiar un nuevo idioma, sin que nos sobre una hora de tiempo entre el cansancio de la vida cotidiana, o peor aún, sin contar con dinero para pagar la mensualidad. No aceptamos que quizá sea suficiente con salir y caminar o trotar por la calle, justificamos la falta de ejercicio en las situaciones que no podemos cambiar, al menos de momento. Nos culpamos de no tener dinero para aprender algo nuevo, pero no aprovechamos las herramientas gratuitas que están en internet. Ejemplos como estos sobran, nos ponemos metas gigantes que no consideran la realidad y que por lo tanto tienden al fracaso, pero luego generan culpa y ansiedad, y desmoronan nuestra autoestima e identidad.

Cuando medimos todo lo que no hemos alcanzado con la vara del “éxito y el fracaso”, renunciamos a la oportunidad de ser y aprender, de soltar y de estar en paz con el yo. Rara vez vemos como éxito estar vivos, haber conservado lo que teníamos, o los pequeños avances que se vuelven cotidianos e implican constancia y disciplina, pero que carecen del suficiente glamur para ser considerados “triunfos personales”. Para una persona que vive con un trastorno mental, como la depresión o la ansiedad, por ejemplo, salir de la cama, bañarse, ir

a la escuela o el trabajo, platicar con un amigo o un miembro de la familia, tomar un pequeño paseo y comer tres veces al día son verdaderos triunfos. La lucha interna que se manifiesta en estas pequeñas acciones de preservar la vida merece respeto y orgullo.

Reconocer las cosas que tenemos con criterios de realidad, nos puede permitir estar en paz con nosotros mismos, si llegamos con vida y salud al fin de año, si la recuperamos de alguna manera o estamos luchando por no perderla. Si tenemos trabajo, casa y comida. Si nuestros seres amados siguen con nosotros, incluso a pesar de que nos hemos despedido de otros más, y tenemos que seguir adelante con el vacío constante de su presencia. Si no nos faltan un abrazo o un sitio cálido donde descansar a pesar de que afuera haga tanto frío. Hace falta gratitud no sólo para con la vida, sino también para con nosotros mismos; hace falta amabilidad para relacionarnos con nuestro yo.

Y sin duda, siempre es preferible plantearnos metas reales que consideren nuestras capacidades, pero también analizar y reconocer las situaciones que evitan que alcancemos los objetivos. No importa si las nuevas metas parecen demasiado pequeñas, demasiado modestas, si no nos llevarán al pedestal que esperamos. Lo que importa es que podamos lograrlas, que podamos reducir al menos un poco lo que nos afecta cotidianamente, incluso sin eliminarlo de un momento a otro. Que vayamos peldaño a peldaño avanzando rumbo a eso que buscamos y que parece por momentos lejano, no importa si el camino se hace más largo.

Merecemos metas que reconozcan tanto nuestras capacidades y posibilidades, como nuestro cansancio, el derecho a estar enojados o tristes, que asuman que somos humanos y podemos enfermar o que pueden ocurrir eventualidades que somos incapaces de controlar. Metas que nos produzcan felicidad y no ese sentimiento de fracaso que cultivamos día con día y que únicamente contribuye a multiplicar el número de personas tristes en el mundo. Recibamos el año con gratitud y terminemos este ciclo con amabilidad para el entorno, pero sobre todo para nuestro universo interior. Propongamos nuevas metas que nos permitan sonreír la próxima vez que lleguemos a este punto en la vuelta de la Tierra al sol.

¡Felices fiestas!

 

Manchamanteles

Y para navidad un bello poema de Rosario Castellanos:

Para la adoración no traje oro.

(Aquí muestro mis manos despojadas)

 

Para la adoración no traje mirra.

(¿Quién cargaría tanta ciencia amarga?)

 

Para la adoración traje un grano de incienso:

mi corazón ardiendo en alabanza

 

 

Narciso el obsceno

Nada más narcisista, nada más obsceno, que esta actitud mía de irme tres semanas de vacaciones y volver en enero al Rizo Rizar.

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