Boris Berenzon Gorn.
“México es un país herido de nacimiento, amamantado por la leche del rencor, criado con el arrullo de la sombra”.
Carlos Fuentes
Nos encontramos en la semana de otra conmemoración de la Guerra de la Independencia, de la creación de la nación y la lucha por la construcción de los cimientos de nuestro país, México. Los rituales son los mismos de siempre: el pozole, las banderas, los chiles en nogada, el grito a cargo de autoridades locales, regionales y nacionales—unos más queridos que otros—los repiques de campana, los vivas y hasta los mueras; el desfile militar, los caballos, los colores, los fuegos artificiales, los trajes típicos y los postres, y el tequila, y el mezcal, y el mariachi, y José Alfredo, y Chavela y la Beltrán. La nación, sea lo que ésta sea, se llena de júbilo y existe en el imaginario, por lo menos, durante toda la noche, durante todo el día. Luego todo vuelve a la normalidad, los mariachis se dedican a amenizar las plazas y a esperar las contrataciones esporádicas que cada vez son menos, aunque las penas son más, y el pozole regresa otra vez a los jueves.
Hemos construido los simbolismos de nuestra Independencia, de la edificación de una nación soberana al estilo del modelo moderno del Estado. No cabe duda de que estamos convencidos de ser mexicanos, y no vale la pena, por el momento, ahondar en cómo hasta hubo una filosofía de lo mexicano, que fue más mexicana que filosofía; ni tampoco es el espacio para rememorar todos los hechos inventados y no tanto de Pipilas y niños lanzándose de Chapultepec, de curas replicando campanas y gritando “muerte a los gachupines”, de cabalgatas de una noche y alhóndigas adornadas de cabezas, de estandartes marianos que se alzan aquí y allá en verde o en azul. De las y los héroes a los que recordamos con vivas, y a quienes hemos obstinado en llamarles así, porque nos faltan los nombres y los adjetivos correctos, porque todavía no existen.
Las conmemoraciones son juegos de sombras y esbozos de colores que se convierten en imágenes simbólicas y que nos dicen poco o nada sobre la condición humana y sobre el pasado. En buena parte, llenamos la memoria y las narraciones de historias por miedo al silencio, porque ¿qué sería de la vida si todo fuera vacío y olvido, si empezásemos cada día como si fuera el primero y olvidáramos…y olvidáramos todo? ¿Qué sería de la existencia sin la memoria, sin el recuerdo de una risa o un llanto ya sea conocido, ya sea extraño? Y nos llenamos de historias, de historias por todas partes, pero se nos desbordan y terminan escribiéndose solas. Las historias lo inundan todo y cuando nos damos cuenta, lo que queda son rumores, terminamos por volver a contar la historia una y otra vez, agregándole y quitándole, haciéndola nuestra, inventándola si quieres, pero al fin y al cabo nos mueve exactamente lo mismo que hace 100 o 200 años; llenar de memoria el olvido.
En estas noches de fiesta, de fiesta tan mexicana como solo los mexicanos, otra vez, quién sabe qué significa eso, pueden hacerla; música y colores, sabores y olores detienen el tiempo para no pensar en el aquí y el ahora, en la verdad y en el dolor. Nos detenemos de fiesta por una noche, lanzamos la casa por la ventana, nos perdemos en nosotros mismos y en el otro, y sin darnos cuenta se nos van las penas.
Las conmemoraciones guardan un halo de irresponsabilidad, tienden a erigirse como monolitos inquebrantables de una sola narrativa, de verdades absolutas e irrefutables, de pilares que mantienen el día a día caminando y que, por lo tanto, no pueden ser olvidadas ni obviadas. Llaman, sin embargo, a la disidencia, a volvernos incómodos haciendo preguntas que no deberíamos, respondiendo preguntas que no deberíamos haber hecho, opinando sobre las respuestas a las preguntas que no deberíamos haber hecho, y así, en un hilo interminable, la abominación de dudar se convierte en la única salida responsable frente al escenario onírico que tejen las conmemoraciones.
Cuando empiezas a dudar de estar en un sueño, lo más probable es que este se acabe, o peor aún, que vivas en él sabiendo que es un sueño y aun así seas incapaz de volar. Las conmemoraciones funcionan de manera análoga, pues aluden al espacio pasado que ya no está y no volverá bajo ninguna circunstancia, lo explican con los ojos del presente de la manera más imprudente, y nos obligan a actuar en consecuencia como si estuviéramos en presencia de un viejo al que hay que respetar por ser viejo, sin importar si viene saliendo de la cárcel.
Sacralizar la Independencia, sacralizar la Revolución, sacralizar todos los hitos que están en las bases de nuestra conciencia, el pasado prehispánico, como si hubiera sido uno solo, como si México siempre hubiera existido, como si no fueran mil rostros y mil culturas superpuestas, contrapuestas, dispuestas, indispuestas; las voces de los héroes que en su momento pudieron no serlo, que tienen muertos en sus cajones, que guardan los arañazos de las mujeres violadas y golpeadas, pero que sonríen en la foto de la construcción nacional. Sacralizar, sacralizar y sacralizar, esa es la verdadera receta para el olvido, porque no basta con recordar, se impone la obligación de una memoria responsable que saque del ostracismo a los incómodos, a los que contradicen las versiones de las y los santos del panteón mexicano.
La interpretación existencial puede requerir una analítica existencial. Heidegger decía más o menos, que somos seres para la muerte y en ese reconocimiento de la finitud está la única razón válida de la vitalidad de la existencia. Pero las conmemoraciones recuerdan la muerte y su inevitabilidad cuando no reflejan a partes iguales las caras amables y las desagradables del tiempo, cuando se definen por lo políticamente correcto, por las convenciones sin sentido. La memoria requiere que seamos capaces de admitir nuestra propia oscuridad, lidiar con ella, como individuos, como comunidades, como nación, como humanidad. No importa si nos inventamos identidades, no importa si nos faltan los adjetivos.
Así que celebremos. Celebremos con gracia irónica nuestra existencia, no importa si es imaginaria o no. Lo que importa es honrar lo delicioso de estar y ser, vestirnos de colores y comer churros, y pozole, y lo demás. Porque, a fin de cuentas, la conmemoración podría, a su vez, conmemorarse algún día; cuando todo sea polvo, cuando no quede nada. Y me disculpo si esto ha parecido pesimista, nada más alejado, he tratado de animarte, a ti, mi querida lectora, mi querido lector, a que celebres y te rías, y andes de fiesta, aunque el mundo se esté cayendo a pedazos, porque, aunque no lo hagas, igual se va a caer y se volverá a levantar…
Manchamanteles
José Emilio Pacheco no se olvida de los otros rostros:
VECINDADES DEL CENTRO
Entre la cal, bajo el salitre y el tezontle.
Con ese fuego congelado se hizo
una ciudad a su modo inerte…
En el XVIII fue un palacio esta casa
Hoy aposenta
A unas quince familias pobres
Una tienda de ropa, una imprentita,
un taller que restaura santos
Flota un olor a sopa de pasta…
La gente llega, vive, sufre, se muere.
Vienen los otros, ocupan su sitio.
Narciso el obsceno
Las fiestas patrias hoy son parte del ego de una nación…