Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
Hace 86 años tuvo lugar uno de los episodios más repulsivos y dolorosos en los anales del nacionalismo imperialista: la violación de Nankín por el ejército japonés.
En diciembre de 1937, la 114 división del Ejército Imperial nipón avanzó sobre esta ciudad china a las orillas del Yangtsé, por su belleza llamada La capital del cielo, con órdenes de “purificarla”.
Unos 300 mil civiles fueron masacrados en un festín de sangre. Los testimonios hablan de más de 80 mil mujeres violadas.
“Viejas o jóvenes, todas eran sometidas. Se mandaban camiones a los barrios y a las afueras de la ciudad para capturar a cuanta mujer se pudiera. Cada una era puesta al servicio de 15 o 20 de nuestros soldados. Después las matábamos … las muertas no hablan”. Tal fue el bestial testimonio de un veterano de la 114 división.
Sook ching, que en chino significa “purificación por eliminación” fue el sistema aplicado por los japoneses para sanitizar los territorios en donde expandían su imperio.
La lógica no era diferente a la de la solución final, el lebensraum, la nueva Roma, el terror estalinista o incluso las brutales campañas de esterilización forzada que Indira Gandhi y su hijo Sanjay aplicaron durante el llamado “estado de emergencia” de 1974-75.
El sook ching se aplicó no sólo en Nankín, sino en todas las comarcas asiáticas en donde el gobierno del Imperio del Sol Naciente, con la bendición del “dios vivo” Hirohito, sembraba su “coesfera de prosperidad”.
El problema de apoderarse de tierras ajenas es que hay que deshacerse de los dueños originales, como bien lo recordó el nigeriano Chinua Achebe en su inquietante memoria Hogar y exilio.
Esta eliminación de estorbosos nativos puede ser mediante campos de concentración, hornos crematorios, hambrunas y epidemias inducidas, reservas étnicas o el sook ching.
El sook ching tuvo el valor añadido de que proporcionaba a las agotadas tropas niponas alguna diversión para aliviar el estrés del combate.
Hombres, mujeres y niños colgados de la lengua en ganchos de carnicero o quemados vivos, lonchas de carne humana arrojadas a perros hambrientos, sesiones de acuchillamiento y competencias para descuartizar que culminaron en el reto de un oficial a otro para ver quién eliminaba primero a 100 prisioneros, son algunas viñetas de aquellos días que queman la memoria.
Cual los nazis, los fascistas, los estalinistas y hoy los putinistas, los japoneses operaban como quien desinfecta su casa y elimina bichos nocivos. Lo dijo el teniente coronel Ryukichi Tanaka, jefe del servicio secreto japonés en Shanghái: “Podemos hacer lo que sea con esas criaturas”.
Para ellos, los chinos eran menos importantes que los cerdos. (Dicho sea de paso, este fue el mismo mentecato que mandó decir a los mexicanos cómo nos iba a ir cuando el presidente Ávila Camacho declaró la guerra al Eje en respuesta al hundimiento del petrolero Potrero del Llano).
Hace dos mil años Tácito escribió: “A la rapiña, el asesinato y el robo los llaman con nombre falso: gobernar; y donde crean un desierto lo llaman paz”. Los japoneses abreviaron esta metodología y la llamaron sook ching.
Pero a fin de cuentas Doña Historia y Don Tiempo guardan episodios que revelan la fragilidad y la miseria de quienes se creen en el altar de los predestinados o en el cenáculo de los dominantes.
Tiempo después de la profanación de La capital del cielo, una compañía de la 114 división imperial fue acorralada por soldados negros del ejército británico de la Frontera Occidental.
Luego de algunas horas de fiero combate, superados en número y en capacidad de fuego, los nipones izaron la bandera blanca y se entregaron.
Las tropas coloniales negras no daban crédito a tal mansedumbre, pues sabían que para el soldado japonés no hay mayor deshonor que rendirse: antes se aplica el harakiri o, si se es de la oficialidad o de las clases dominantes, el seppuko.
Pero resulta que los nipones estaban convencidos de que los negros se almorzaban a los soldados enemigos muertos.
Y en la mentalidad oriental de quienes no pestañeaban en aplicar el sook ching, la “bestial práctica” de los africanos sería tan repugnante para sus ancestros en el más allá, que en automático les cerrarían las puertas del paraíso, harakiri o no, seppuko o no.
En cambio vivos, aún deshonrados como prisioneros de guerra en un campo de concentración, tendrían la esperanza de alcanzar un lugar en el Hiragana, lugar de felicidad eterna a donde van las almas de los buenos shintoístas y los buenos budistas.
Nankín, la que fuera capital de diez reinos durante más de mil años, sigue siendo hoy un símbolo, una herida que sangra, una llama votiva que debemos mantener para nunca olvidar.
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