Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
Hace unos días la India se convirtió en el cuarto país en poner en la luna un aparato de exploración científica. La noticia fue de primera plana en todos los grandes diarios del mundo salvo en México, en donde los grandes diarios son una especie tan extinta como los dinosaurios.
Una hazaña de esta naturaleza es sensacional, un peldaño más hacia la colonización de otros mundos que está en el futuro de la humanidad. Pero en el caso de la India, el calificativo apropiado es, colosal: no sólo demostraron el avance científico de la democracia más populosa del planeta: al alunizar el Chandrayaan-3 en el lado oscuro del satélite confirmaron que su programa espacial ya rebasó a los rusos, a los gringos, a los ingleses y a los japoneses.
Precisamente unas horas antes, la nave rusa Luna 5 se había estrellado al intentar descender en el satélite. El camarada Putin y su camarilla ni han logrado resucitar a la madre rusa zarista, ni han podido someter a una pequeña nación que ya se les convierte en la pesadilla vietnamita de los franceses y los gringos, ni pudieron dar al mundo la gran vacuna anticovid del proletariado y no saben cómo explicar el fracaso de la ciencia y la ingeniería del país que hace 66 años con el Sputnik demostró que nuestra especie no está fatalmente uncida al planeta.
El caso de la India también es ejemplar porque esta nación, que en breve será la más poblada del orbe, logró su independencia hace apenas 76 años y durante décadas transitó por un dolorosísimo proceso de consolidación que difícilmente nos podemos imaginar.
Al manumitirse de la pérfida Albión, India fue dividida por la vía sangrienta en dos naciones, logró incorporar a la naciente república a más de 500 reinos independientes y de diverso tamaño dentro de su territorio que no aceptaron de buenas el nuevo status quo y libró el peligro de encauzar a una población profundamente religiosa dividida entre castas irreconciliables y separada por las 22 lenguas que hoy tienen reconocimiento oficial.
Se cree que el camino para convertir en nación independiente al Raj, la joya de la corona del Imperio en donde no se ponía el sol, costo más de tres millones de vidas.
Desde el momento en que Lord Mountbatten, bisnieto de la Reina Victoria y último virrey de la India, entregó las llaves del cargo y rápidamente volvió a su isla imperial, dentro y fuera del país los momios por el fracaso de la nueva nación eran de cien a uno.
El historiador Ramachandra Guha, en su obra seminal India después de Gandhi: la historia de la mayor democracia mundial, no vaciló en calificar de “aberrante” la unión que dio lugar al nuevo país y recordó el juicio de John Strachey, el experto en asuntos indios del siglo XIX, quien sostuvo que no hubo una “nación” india en el pasado y no habría una en el futuro, dada la profunda complejidad social, cultural, religiosa y económica de sus habitantes. “Sería más probable”, escribió Strachey, “que antes la totalidad de Europa se fundiera en un único país”. Se equivocó el británico.
Guha recuerda que hasta la independencia muchos y muy respetados observadores juzgaban que el nacionalismo indio no era natural y que en la India, a diferencia de Francia, Alemania o Italia, no existía una esencia nacional, una argamasa que uniera al pueblo y lo llevara al futuro.
Pero en ese no-país, en esa anomalía histórica, hoy millones de habitantes celebran en los pueblos y en las megalópolis haber logrado lo que las más arrogantes comunidades científicas del primer mundo no han alcanzado … y a una fracción del costo.
Hace unos años en Nueva Delhi el embajador de México Pedro González Rubio me puso un ejemplo gráfico de la complejidad del país: en la portada de The Times of India una fotografía mostraba el vuelo del primer cohete intercontinental de fabricación nacional y en otra una reunión del gabinete de Indira Gandhi, en donde varios ministros, sentados en el suelo, se veían muy ocupados rascándose los dedos de los pies descalzos.
Nuestra conclusión fue que no había contradicción. Dos mundos aparentemente opuestos en completa armonía. Recordamos que muchos de los componentes desarrollados para el nuevo cohete fueron transportados en bicicleta a los laboratorios.
Las noticias de la hazaña del Chandrayaan-3 en el centro de mando muestran a los científicos e ingenieros en el centro de mando ataviados en dhotis y saris y tilakas en muchos rostros.
La pregunta entonces es qué hicieron los indios para alcanzar ese nivel de desarrollo científico y económico en 76 años de independencia que los mexicanos no hemos logrado en dos siglos, pese a brillantes episodios de desarrollo científico en nuestra historia. Allá toman el cielo y la luna por asalto. Acá nos empantanamos en agrias discusiones sobre los libros de texto y nuestra máxima autoridad científica regatea becas para jóvenes que buscan especializarse en el extranjero. No nos merecemos esto.
Dos ejemplos que se me vienen a la mente, de entre muchos, muchos más que podríamos recuperar:
México tuvo un programa espacial inspirado en la hazaña del Sputnik durante la presidencia de Adolfo López Mateos, a cargo del guanajuatense Walter C. Buchanan. Se desarrollaron cohetes de combustible sólido que alcanzaron más de cuatro kilómetros de altitud, se montó una base de lanzamientos en Michoacán y un laboratorio de pruebas de motores en Xochimilco. En el IPN se puso en marcha la carrera de ingeniería aeronáutica. Construimos aviones, uno de los cuales, el Teziutlán, de entrenamiento, era tan bueno que los gringos forzaron su cancelación.
Vino el cambio de gobierno y nuestro programa espacial se fue al drenaje. ¿Los mexicanos en la carrera espacial? ¡Qué despropósito! En cambio los brasileños, también inspirados por el Sputnik, siguieron adelante y hoy tienen sus propios satélites y además le venden aviones Embraer a AeroMéxico.
En una bella crónica en Relatos e historias en México, Rodrigo Azaola recuerda la expedición científica mexicana que en 1874 se embarcó al Japón para medir el paso de Venus frente al disco solar, encabezada por Francisco Díaz Covarrubias, un enorme científico cuyo nombre hoy algunos apenas logran asociar con una calle en la colonia San Rafael de la capital.
“Esta expedición científica fue una gesta heroica, inaudita, que dio a la ciencia mexicana un asiento a la altura de las potencias en la materia en aquella época. Este evento tan lejano y ajeno para el grueso de la población fue esencial para legitimar el proyecto de nación del grupo liberal y el pensamiento positivista, al tiempo que impulsó la imagen de un país moderno y científico”, escribe Azaola.
En aquel México dividido, amenazado, sin recursos, agobiado en la construcción de un camino incierto, en donde muchos criticaron la “frivolidad” de gastar dinero en apuntar un telescopio a un planeta, hubo un estadista, Miguel Lerdo de Tejada, que tuvo claro el valor del conocimiento per se y apoyó el viaje.
“El presidente quiso que el escritor Francisco Bulnes, de apenas veintisiete años, se les uniera en calidad de cronista de la misión. Tanto el líder del país como los integrantes de la Comisión Astronómica Mexicana reconocían que más allá del triunfo o la derrota de su encomienda, existían responsabilidades mayores por tratarse de la primera expedición científica al extranjero subvencionada por el gobierno en la historia del país: confirmar como viable un proyecto político y educativo, así como el compromiso de hacer patente la excelencia de las ciencias nacionales no sólo en el ámbito doméstico, sino ante la comunidad internacional. En suma, los expedicionarios llevaban en sus hombros el prestigio de México”.
Los países “civilizados” de ese entonces prepararon con gran anticipación expediciones para estudiar el fenómeno. Inglaterra envió expedicionarios a Egipto, Hawái, Isla Rodríguez, Nueva Zelanda e Isla Desolación. Italia envió astrónomos a la India. Francia instaló a los suyos en Nagasaki, Pekín, Saigón, Noumea e islas San Pablo y San Mauricio. Alemania distribuyó cinco grupos entre Asia y África. Los campamentos rusos se instalaron en Beobachtugs y la península de Kamchatka. Estados Unidos envió una expedición a Japón … y entre estos gigantes científicos, hombro con hombro, participaron los mexicanos con sus telescopios e instrumentos de fabricación propia, en las afueras de Yokohama.
El ejemplo que la India ha dado al mundo debiera servir para volver la vista a nuestra historia y tener como prioritaria la meta de impulsar la educación y el desarrollo científico y tecnológico que merecemos.
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