El principio de reconocer la prioridad de los padres en la educación de los hijos es tema de la agenda política que sí interesa

Jorge Miguel Ramírez Pérez

Jorge Miguel Ramírez Pérez.

De cuando en cuando y principalmente en el contexto de la arena electoral surgen temas importantes que algunos sectores intentan meter con calzador en el debate político nacional. Uno de esos temas que se presta tanto a confundir a la población, como a provocar encendidas pasiones, tiene que ver con la responsabilidad prioritaria de los padres en el tema de la educación de sus hijos.

De hecho, el sentido común tan escaso en nuestro tiempo, marcaría como inútil el planteamiento que pone en duda la dirección y autoridad de los padres sobre los hijos menores. Me parece que esta postura ni siquiera tiene necesidad de ser validada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, o por argumentaciones de la ONU u otro organismo internacional, que no son competentes en el tema, aunque sus orientaciones tradicionalmente avalan que sean los padres quienes en primera instancia resuelvan el qué, el cómo y todas las interrogantes que se derivan de la premisa.

Acortando criterios, sencillamente creo que ningún padre en sus cabales morales y sicológicas, estaría dispuesto a que un extraño o incluso alguien cercano tenga formalmente preminencia sobre los progenitores, decidiendo el contenido y la forma de educar a sus hijos en el seno familiar.

La especie de otorgarle al estado facultades que no le corresponden no es nueva. Paulatinamente el ente político central, el estado, sostiene a la menor duda, que la nación, digamos la etnia, la raza en su conjunto tiene que lograr el sometimiento incluso, e involuntario, de las personas atendiendo los fines colectivos desconsiderando los factores personales que como individuos cada quien tiene.

Se plantea por parte de los gobiernos que no se conforman con sus propias e ineludibles tareas, como es el mantenimiento de la paz pública y la seguridad de la vida de las personas y sus bienes; un vehemente deseo de apoderarse de más territorios de la acción humana, quieren más de modo insaciable, y en esa ambición desmedida, diseminar en el imaginario colectivo: que el individuo no cuenta: que, lo verdaderamente importante es el conjunto de personas, que deben cumplir sus necesidades si es necesario por la vía violenta; para lo cual los integrantes del estado se auto facultan a determinar que es lo que se debe enseñar y que es lo que no conviene, buscan erradicar incluso, lo que no de lustre al estado, es decir al grupo que detenta el poder.

Esta invasión de esferas que no le corresponden al estado como tal, genera que la vida de la comunidad se vuelva enredada y confusa; como sucede en muchos lugares del mundo político, donde sujetos ociosos quieren legislar no solo la forma y los fines educativos de las nuevas generaciones, sino, incluso modelar de acuerdo con las modas más extravagantes las formas de las relaciones hasta sexuales de los niños y jóvenes, en un desfachatado asalto a la intimidad haciendo de la vida privada objeto de censura o de estilos que hay que imponer por encima de la dignidad de la persona.

De modo que la masa negada a la reflexión, y atiborrada de una verborrea intensiva que confunde derechos con caprichos contra naturaleza, cae en el temor que produce la inconstancia, de plantearse que sus vástagos padezcan, de los vicios modernos que por su extravagancia parezcan generacionalmente justificables. Dicen, los afectado por el temor: es lo de hoy. Y caen en repetir conductas ancestrales que no sabían existían no solo en tribus aisladas, sino incluso en imperios reputados de glorias históricas, que con la mejor interpretación que hagamos de esas costumbres colectivas ociosas, a la vez generaron la raíz de su caída estrepitosa a lo largo de la historia.

Y lo sabemos, y se viene diciendo desde el siglo V, porque está inmerso en los grandes criterios de Occidente, de modo simplón, pero no escaso de verdad: la caída de Roma, como estructura de poder imperial relevante; fue por su molicie, por su desenfreno, por su dirección creciente a la inmoralidad que le hizo debilitarse en todos los aspectos, que le habían mantenido sojuzgando al mundo. No hay otra explicación, se perdió el rumbo moral de la familia y lo demás, solo fue parte integral de la decadencia.

Porque hay esferas soberanas.

Sí, hay esferas que no es posible traspasar, so riesgo de deshacer la lógica que le da cohesión a lo que denominamos bien o mal, como sociedad. La esfera del gobierno no puede alterarse con la intervención arbitraria de la familia, el nepotismo. Familiares, sobre todo, hijos, que agarran el poder del estado de modo patrimonial y negocian sobre la base de la cercanía con quien formalmente detenta el poder. Se hace, es sabido, no se remedia, pero desestructura la legitimidad del estado. Allí está el hijo de Joe Biden, Hunter Biden entre muchos abusivos aquí y allá.

La esfera de las empresas es otra soberanía que colinda con la regulación del estado en tanto sujeto de carga fiscal, de responsabilidad ambiental o laboral; pero ningún modo en las formas y decisiones de la empresa, que los gobiernos deben respetar y mantenerse al margen.

La esfera religiosa es intocable para el estado y para el poder económico. Se debe observar la ley, pero jamás el poder público puede intervenir en la doctrina y formas de creencia que competen a las religiones registradas; por supuesto las sectas y aberraciones antinaturales o antisociales, como fines de manipulación materializada en una forma societaria, no entran en este tipo de consideraciones.

Las reflexiones de los limites de las esferas son un enorme tema que delimita el orden superior de la Creación y en su observancia el pensamiento humano, en particular la filosofía política se nutre del ingrediente del respeto y de la dignidad hoy perdida en una serie de equivocaciones que promueven el caos y la intromisión sobre todo del poder, en algo que ilegítimamente aspiran a pretender a controlarlo.

Ese es el aspiracionismo y no otro, es aspirar lo que no se debe y no se puede, pretender clandestinamente como lo hace el gobierno, hasta lograr en abierto, meter las narices en la vida y pensamiento de nuestros hijos.

No le entienden a la política. A su esfera, que es la que deben trabajar, en cambio inician cruzadas facistas para que un sujeto y su séquito de cortesanos ayunos de intelecto, se atrevan osadamente a imprimir sus complejos, sus resentimientos y sus venganzas sociales envenenando a nuestros hijos, con libelos hechos con las patas que, por cierto, deberán pagar sus caprichos de usar dinero ajeno el de los contribuyentes, en un experimento que los ciudadanos por principio de una política sana, no vamos a pagar.

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