Alejandro Rodríguez Cortés*.
Durante ya casi cuatro años y medio, ha sido recurrente el dicho de que Andrés Manuel López Obrador es un genio de la política. Y nunca he dudado que lo sea, pero debo acotar que lo afirmo si hablamos simplemente de política electoral y no necesariamente del contexto amplio de -como dice el propio mandatario- ejercer el poder para ponerlo al servicio de los demás.
Porque siempre me ha quedado la sensación de que el presidente de la República ha dedicado sus mayores esfuerzos y talentos a hacer campaña y no precisamente a gobernar. Y es que leo a analistas, ciertamente cercanos y afectos al régimen, que celebran ruidosamente como una genialidad política “histórica” las maniobras presidenciales para mantener bajo control su propia sucesión y acotar las febriles voluntades y aspiraciones de sus “corcholatas”, pero no encuentro, porque obviamente no hay, presunción de logros de gobierno más allá de la fantasía del tipo de cambio o el embuste de las remesas.
Esas mismas plumas que alaban la capacidad de AMLO como estratega electoral han hecho maromas increíbles para justificar las graves fallas en lo verdaderamente importante: seguridad pública, salud, educación, economía, política exterior, desarrollo urbano, producción industrial y agropecuaria. En fin, gobernanza.
¿Qué importa, pues, la violencia exacerbada, el control del crimen organizado sobre el territorio nacional si Morena ha ganado la mayoría de los comicios de los últimos años y encabeza ya más de una veintena de entidades? Pareciera que lo verdaderamente relevante para este gobierno son las victorias electorales per sé, en apoyo de leales pero improvisados e indolentes gobernadores ¿Nombres? Ahí están Cuitláhuac García, Cuauhtémoc Blanco y Evelyn Salgado, por citar tan solo tres ejemplos emblemáticos de una incapacidad rampante que sólo da para ser obsequiosos con el patrón.
Hay momentos en que pareciera que la prioridad en Palacio Nacional fue siempre impulsar a una delincuente electoral confesa para arrebatarle al PRI su último gran bastión territorial, y no tanto ocuparse de la seguridad ciudadana, sobre la que, eso sí, se platica diariamente a las 6 de la mañana; de recuperar la salud de los niños con cáncer, señalados como golpistas sólo por exigir sus medicinas; de promover la inversión pública, ahuyentada por las decisiones populistas que simplemente buscan votos; de producir energías limpias en vez de presumir una refinería en eternas pruebas previas a su improbable arranque.
El eterno candidato opositor talentoso y obcecado no pudo o no quiso ser el presidente eficaz que muchos esperaban. Tras una primera mitad de su mandato marcada por la pandemia de Covid 19, por cierto criminalmente mal gestionada, el haber perdido su mayoría calificada y la mitad de la ciudad de México en las elecciones intermedias de 2021 trazaron el destino de su sexenio: campañas, campañas y después campañas, quizá con algo de tiempo para deshacerse de los contrapesos constitucionales y del árbitro electoral, claro, para seguir ganando elecciones.
Y así terminó por olvidar lo verdaderamente importante. Por eso será un sexenio perdido de cero crecimiento económico en términos reales. Nos acordaremos más de los 750 mil fallecimientos en exceso o de los 200 mil asesinatos que de haber aprovechado la irrepetible oportunidad del llamado “nearshoring”. El deseo de ampliar nuestra competitividad como Nación tendrá que esperar.
La mal llamada Cuarta Transformación podrá haber sido una implacable máquina electoral, incluso para probablemente lograr su ominosa continuidad, pero habrá de hacernos perder una generación de desarrollo, palabra que en 2018 fue mandada literalmente al rancho presidencial de Palenque.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista
@AlexRdgz