Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

En el 85 aniversario de la expropiación petrolera y al amparo de la

sentencia de Santayana –“Quien olvida el pasado está condenado a

repetir los mismos errores”-, recupero cuatro estampas de aquel sexenio.

 

A principios de 1923, el director del diario News and Observer de Raleigh, Carolina del Norte, denunció en un editorial que su país procrastinaba en otorgar a México un pleno reconocimiento diplomático y urgió a la poderosa república a dispensar al débil vecino del sur toda la ayuda posible.

Este periodista, que llevaba a cuestas el nombre bíblico de Josephus Daniels, era un liberal confeso, vicepresidente de la Liga Antiimperialista, militante del panamericanismo y nada amigo de los corporativos petroleros. Que se expresara así no era de llamar la atención pues Daniels no era un periodista o político cualquiera. 

Como secretario de la Armada en el gobierno de Woodrow Wilson en 1914 había firmado las órdenes para el bombardeo de Veracruz y la ocupación de la plaza, formalmente en represalia por un “incidente” entre marines gringos y federales mexicanos en Tampico, pero en realidad otro episodio de la disputa por el petróleo mexicano.

Su segundo de a bordo en la Armada en aquellos años, Franklin Delano Roosevelt, llegaría a ser el trigésimo segundo presidente de Estados Unidos, de 1933 a 1945, y tendría que navegar una profunda crisis económica y la II Guerra Mundial, además de sortear uno de los momentos más espinosos en la relación siempre espinosa con México: la expropiación petrolera de 1938.

En su discurso inaugural el 4 de marzo de 1933, Roosevelt había ofrecido una nueva política continental a la que llamó “del buen vecino”, aunque con tal vecino, durante cien años, México había librado una guerra desigual, perdido la tercera parte de su territorio y suscrito, con el cañón de una pistola amartillada apuntándole a la nuca, el Tratado de Guadalupe Hidalgo. 

Pero Roosevelt era un político sagaz urgido por elevar el nivel de las relaciones con América Latina, particularmente con un México que se reconstruía después de una dolorosa revolución.

Para esa tarea se sirvió de su antiguo jefe, a quien mandó a la embajada en México diez días después de tomar posesión de la presidencia. Era un representante personal, alguien en quien confiaba y no un diplomático de carrera convencido de la inevitabilidad del “destino manifiesto” como los aristócratas de escuelas exclusivas de una sociedad snob, o bien, imitadores de las clases acomodadas que pululaban en el Departamento de Estado.

El presidente pareció seguir el ejemplo de Lincoln, quien confió “la más importante relación internacional” a su correligionario Thomas Corwin, cabeza de la oposición a la guerra con México, y de Wilson, quien aún fresca la sangre de Madero, despachó a dos cercanos, el periodista William Bayard Hale para confirmar la participación del embajador Henry Lane Wilson en el asesinato de Madero y Pino Suárez y a John Lind, para enfrentarse a Huerta.

El 7 de marzo de 1933 Washington informó al gobierno de México de su intención de nombrar a Daniels y el placet se obtuvo en 24 horas, velocidad inusitada para un gobierno que apenas unos meses antes había negado el permiso a un agregado naval a la embajada de Estados Unidos porque había sido uno de los oficiales de las fuerzas invasoras en Veracruz. 

La diplomacia mexicana se vio atrapada entre ofender al presidente del poderoso país del norte y la posibilidad, por remota que pareciera, de que la “política del buen vecino” se instrumentara para sanear una relación herida entre las dos naciones. 

El presidente Abelardo Rodríguez aceptó de mala gana. El tono airado con que se recibió la noticia en México hizo que el secretario de Estado, Arthur Bliss Lane, enviara una nota oficial en la que subrayaba que el nominado era un “viejo, cercano y confiable amigo” de Roosevelt y su nombramiento prueba “del profundo interés” de Estados Unidos de “mantener buenas relaciones con México”.

La reacción de la prensa mexicana no fue de bienvenida y el pueblo tampoco recibió con agrado la noticia. El 24 de marzo la embajada gringa fue apedreada y hubo manifestaciones de estudiantes. En Monterrey se dieron movilizaciones. Incluso la comunidad empresarial estadounidense en México recibió con desagrado el nombramiento.

El semanario Omega de la capital de la República reflejó el sentir del momento: “El Embajador Daniels lleva sobre los hombros el peso de la ocupación de Veracruz. La memoria de ese inicuo atentado contra nuestra soberanía ocasionará que el nuevo enviado encuentre una helada atmósfera entre nosotros.”

En realidad, si bien Daniels no era un experto en asuntos de México (y no hablaba español), tampoco era ajeno a la situación del país en donde representaría durante nueve años a su gobierno.

La cercanía con Roosevelt permitió a Daniels una poco común capacidad de maniobra y en más de una ocasión desestimó instrucciones directas para presionar o amenazar al gobierno de Cárdenas en el asunto de la expropiación. 

En el Departamento de Estado se resignaron a que el jefe de la representación en México no fuera un empleado al que se le pudiera exigir el mecánico cumplimiento de instrucciones. Se quejaban de que en México debían lidiar con un gobierno respondón “y con nuestro embajador”.

En este contexto, pese a los desfavorables augurios iniciales en torno a su nombramiento, logró, al cabo de nueve años, distinguirse como quizá el mejor Embajador de Estados Unidos en México a la fecha.

Daniels, ajeno a sutilezas diplomáticas, denunció la colusión entre un Departamento de Estado amamantado en la doctrina del gran garrote parida en 1902 por el presidente “Teddy” Roosevelt y las empresas expropiadas para aplicar a México la mano dura.

De manera personal y oficial sostuvo la convicción de que mientras ganaran dinero, ni a la Standard ni a las otras empresas les importaba el daño a otros intereses comerciales “o a la Política del Buen Vecino en la que tantas esperanzas tenemos”.

Y sobre la guerra de propaganda desatada por las petroleras y sus cofrades en Washington, Daniels no tuvo pelos en la lengua: “Lo más bajo a que llegó […] fue la de la revista Atlantic Monthly, una de mis favoritas hasta que se degradó entregándose a los intereses petroleros. Cayó de las alturas al más profundo abismo y se ganó el desprecio de todos quienes vieron que una revista que durante mucho tiempo gozó de la confianza popular había perdido la decencia, como lo fue, cuando abrazó la campaña de las compañías de petróleo que deseaban que Estados Unidos le declarara la guerra a México”.

Pero la cordura y el buen juicio prevalecieron. Según el Embajador, en esta guerra de nervios instigada desde las oficinas de las petroleras en Londres y Nueva York, “dos funcionarios públicos conservaron la cabeza mientras muchos otros la perdían a su alrededor: Franklin Roosevelt en la Casa Blanca, autor de la doctrina del buen vecino, y Josephus Daniels, el delegado de esa doctrina en la República Mexicana”.

Daniels estaba convencido de que el proyecto cardenista, incluyendo la expropiación, daría a las masas “más riqueza y capacidad de compra”, con lo cual México sería un mejor mercado para productos estadounidenses y fortalecería la resistencia contra los avances del comunismo y el fascismo.

No cerró los ojos la vigorosa movilización desatada por la expropiación, e hizo ver a los formuladores de política de la casa Blanca que esta fue esencial para amalgamar el espíritu de México, en donde privaba la sensación de que la medida de Cárdenas era el símbolo de la unidad nacional.

En un pasaje de Diplomático en mangas de camisa en donde no oculta su admiración por el cardenismo, describió el impacto que le causó la reacción popular desatada el 18 de marzo, particularmente las aportaciones populares en el vestíbulo del Palacio de las Bellas Artes: “Fue como si hubiera llegado el día de la liberación”.

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