Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

Lo conocí a mediados de 1986 en una mesa de cantina con Andrés León y una pareja cuyos nombres poco después preferí olvidar.

En aquel año de crisis, Andrés me había contratado en su Editorial Océano para un proyecto que se antojaba tan prometedor como vender paletas heladas a los esquimales: armar una colección editorial exclusivamente con autores mexicanos muertos y vivos.

Para mi sorpresa, con la audacia que da la ignorancia y el acicate del desempleo, había conseguido que por amistad (o quizá por lástima) Benítez, Fuentes Mares, Castillo, González Casanova, Musacchio, Molina y Valadés me confiaran parte de su obra. Del panteón literario me había agenciado a Rabasa y a Payno para el catálogo.

Andrés ansiaba lazar a Garibay. Sería un imán para atraer a más escribidores. Teníamos a bordo a los moneros de La Jornada para el diseño de portadas. Íbamos viento en popa. Una amiga que conocía bien a Ricardo concertó la comilona. Nada podía salir mal.

Pero aquella tarde en la taberna me asaltó una premonición aciaga. Durante las primeras horas que se convertirían en madrugada, estuve aguardando con emoción apenas contenida que la explosión del volcán solitario que tenía frente a mi barriera de la faz del salón a nuestra mesa y a todos los demás comensales.

Tenía fijo en la mente el recuerdo de Ezra Pound, proclamado “volcán solitario” por Yeats, por su obra, sí, pero igual por sus tempestades. Incluso adivinaba en el rostro de Garibay los surcos irascibles que ornamentan las fotografías del autor de Los Cantos.

Pero la detonación no llegó. En vez de la hecatombe asistí hipnotizado en una suerte de cornucopia de wisky y asados, a un viaje fantástico por la literatura y por la vida y obra de personajes que hasta ese día yo conocía sólo como nombres de calles.

De ese banquete literario han pasado casi 40 años. Fue continuado por encuentros editoriales que me trituraron como pinole pero que hoy repetiría sin pensarlo dos veces.

En un abrir y cerrar de ojos se llegó el centenario del enorme Ricardo Garibay. Aquí y allá leo memorias que empequeñecen mis propios recuerdos, marginales en su órbita profesional aunque profundos en la admiración.

Y pues no creo en la invención del hilo negro, le pedí a Héctor de Mauleón que me permitiera compartir con mis lectores su propio recuerdo, un episodio revelador de la personalidad de quien nos llegó desde una fiera infancia.

Lo publicó con el sugerente y juguetón título de “El perro bravo de Garibay” en El Universal el 18 de enero pasado.

Así que con enorme gratitud para Héctor, aquí su remembranza. Desde donde dice “Fui a verlo…”, hasta “… correteado siempre.”, el texto es de Mauleón. Vale.

Fui a verlo con Fernanda Monterde a su casa de Cuernavaca, en la que tuvieron que amarrar a un perro bravo para que pudiéramos entrar. Lo recuerdo sentado en su estudio, sitiado entre libros y alteros de papel japonés, y con una bata elegante de seda amarilla.

Habló durante más de tres horas y luego nos corrió, porque ya quería comer.

—Vengan el otro sábado y le seguimos.

No daba tregua: era duro, arrogante, ingenioso, burlón. Y sobre todo, culto: canijamente culto.

“Yo solo soy humilde ante la página en blanco. Ante los demás, soy el rey”, solía decir.

Cuenta Josefina Estrada que su hija armó una vez un voluminoso currículo que daba cuenta de los oficios que él había practicado a lo largo de 60 años: sparring, boxeador, inspector de precios en mercados y cabarets, empadronador, jefe de prensa, periodista, maestro, actor, guionista de cine, conductor de televisión… Un currículum que incluía la lista infinita de publicaciones dispersas en diarios, suplementos y revistas.

Él la rompió y tiró las hojas de papel, hechas jirones, al cesto de basura: “Nada de esto sirve —dijo—. El currículo solo debe decir: Ricardo Garibay, escritor. Cincuenta libros publicados”.

Pero esa presentación no alcanza. Porque debió decir también “maestro del lenguaje”. Y porque escribir “Cincuenta libros publicados” no aclara el hecho de que entre estos se encuentren algunas de las piezas más bellas, más hondas, más ciertas, más vivas, más crudas de la literatura mexicana.

Y ni siquiera así se podría uno dar una idea del golpe con los puños, de la bocanada de aire, del torrente de vida, del prodigio del lenguaje que son “Beber un cáliz”, “Fiera infancia”, “Cómo se gana la vida”, “El joven aquel”, “La casa que arde de noche” y “Par de Reyes”…

Tal vez no hay escritor mexicano que haya dejado en su literatura tantos y tan continuos rastros autobiográficos. Garibay se contaba, se escribía continuamente. Su vida comenzó de manera triste y atroz, con las golpizas que un padre fracasado, colérico, frustrado, le propinaba:

“Semejante a la noche baja una vez y otra vez mi padre hasta mi infancia. Es un negro emperador de nariz afilada y tremendas cejas, y bigotes en punta. Sus manos son de hierro y baja a cachetearme, a patearme, a tirarme de los cabellos, a hacerme bailar y defecar a cinturonazos, a vociferar sus órdenes y burlas a boca de jarro hasta bañarme con su recio aliento…”.

Por las noches, mientras en la casa todos dormían, con el hambre y la orfandad de sus 20 años, Garibay se quedaba en la mesa del comedor, oía el paso de los trenes, pensaba en la gente que se iba —“y esto era la bruma del futuro, el mío”—, y escribía poemas e historias mientras el frío entraba por la ventana y él buscaba “su” literatura, “una que yo tenía que hacer”.

Garibay cuenta que ver extinguirse a su padre era cobrar los réditos de tantos gritos y tantos golpes. Esto le haría escribir dos libros que son en realidad dos confesiones brutales de las que luego iba a arrepentirse (“Beber un cáliz” y “Fiera infancia”), aunque también le harían comprender que, si el dolor no existe para ser escrito, se vuelve entonces un dolor inútil: una carga lamentable.

De manera que no es casual que, en medio del dolor, y con una vida llena de búsquedas o bien de trenes que se iban, Garibay se haya dedicado a escribir. “Soy profundamente feliz escribiendo, y además lo hago con naturalidad… Que quede claro: escribo porque es una forma de felicidad”.

Poniatowska me dijo que no había nadie como Garibay para reproducir el habla de la gente, que pudo haber sido el narrador mayor del siglo XX mexicano, incluso por arriba de Martín Luis Guzmán. Pero se metió al cine, a hacer guiones para Gavaldón y para Ismael Rodríguez, y todo se fue al caño. “No escribí nada que no fuera puntualmente convertido en película mexicana”, se quejó luego. Nada “que no quedara plagado de lo que plagaba las películas nacionales desde hacía 40 años”. Nada que pudiera evitar que el productor preguntara: “¿Entonces dónde entran las canciones?”.

Dejó sin embargo el guion extraordinario de “Los hermanos del hierro”, y ecos de su oído privilegiado en los diálogos de decenas de filmes.

Se fue despacio, como lo había hecho su padre. Iba de la cama en que estaba postrado a la silla de ruedas. En la antología general de su obra, que sabiamente preparó, Josefina Estrada cuenta que en sus últimos días le pedía a su nuera que le leyera poemas, los mismos que incansablemente había citado en sus divertidos, inolvidables programas de televisión.

Murió en mayo de 1999. Hoy [18 de enero] se cumple un siglo de su nacimiento y qué mejor momento para abrir un libro y oírlo contar.

El sábado aquel, el perro bravo de Garibay, que era un poco como sus libros, nos correteó hasta la puerta. El recuerdo de esa última conversación nos ha correteado siempre.

 

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