Boris Berenzon Gorn.
La locura no se puede encontrar en estado salvaje. La locura no existe sino en una sociedad, ella no existe por fuera de las formas de la sensibilidad que la aíslan y de las formas de repulsión que la excluyen o la capturan.
Michael Foucault
En 2021, el INEGI registró 8432 defunciones por suicidio en la República Mexicana. De manera paralela en el lapso que abarca de 2015 a 2020, se registró que entre setenta y cien personas por cada cien mil habitantes padecían depresión en nuestro país. Otras organizaciones han señalado que aproximadamente el 15% de la población mexicana tiene algún trastorno mental, mientras que el gobierno de México con datos del Instituto Nacional de Psiquiatría sostenía en 2018 que alrededor del 25% de los mexicanos presentaba algún problema de la llamada “salud mental”, concepto que los especialistas cada vez más tratan de ver con empatía y rigor académico optando por la concepción de “bienestar emocional”. Lo cierto es que la psique cada vez más demanda análisis y atención que se aleje de las marcas sociales, para otorgar desde la indisciplina del saber, soluciones expeditas cada vez más humanas.
Desgraciadamente, muchas de las personas que tienen que lidiar con la “salud mental” a diario, no cuentan con atención médica o psíquica que les permita hacer frente a las consecuencias que puede tener para ellos mismos y para sus seres queridos. Una de las principales razones está sin duda en el estigma social que pesa sobre la “salud mental” y que data de largo tiempo y que está asociado a los conceptos de locura, trastorno, enfermedad y salud. Eso que durante mucho tiempo se ha llamado “locura” ha sido condicionado por el tiempo y factores sociales que atraviesan la experiencia de estar y ser loco, se trata de un constructo que nos impone formas de racionalizar la experiencia.
En su obra Historia de la locura en la época clásica, Michel Foucault presenta un recorrido que refiere el cambio en el concepto de locura e informa en torno a las condicionantes históricas que lo hicieron posible en cada etapa a través de una arqueología epistemológica. Como es de imaginarse, el concepto durante la Edad Media estaba atravesado por la dicotomía entre salvación y pecado, donde cabía poco espacio a la acción humana y mucho menos a las condiciones fisiológicas que explicaran el comportamiento, por lo que el loco era al mismo tiempo el poseso, las fuerzas demoniacas actuaban a través de él y se explicaba su comportamiento errático como una manifestación del pecado.
Esta posición macabra donde el ser humano pierde la posibilidad de existir en su propio cuerpo contrastaba con la actitud del Renacimiento, que en su concepto de locura manifestaba un poco de resistencia a la imposición, algo que superaba las estructuras mediante la genialidad y el humor pero que de cualquier manera se alejaba de la normalidad. A partir del análisis de la “Stultifera Navis” o nave de los locos, un barco donde viajaban los locos expulsados de las ciudades, Foucault señalaba que el loco representa la figura de lo ridículo, y del encuentro con la muerte. Pero al mismo tiempo, la locura es capaz de simbolizar a la razón desde perspectivas nuevas y geniales que superan las expectativas, una figura de imaginación e ilusión.
Fue, sin embargo, durante la que el filósofo llama la “época clásica”, marcada por la fundación del Hospital General en París en el siglo XVII, cuando la figura del loco comenzó a verse como algo indeseable, alguien al que había que excluir de la sociedad para evitar que la trasgrediese, la contaminase. El encierro condensa la ociosidad y con la exclusión se construía la falsa idea de que la sociedad no tenía problemas ni contradicciones, arrebatando al “loco” el derecho de decidir sobre su propia vida. Se crea un aparato de selección donde yacen juntos mendigos y desocupados, los miembros de la diversidad sexual, la vejez y por supuesto la locura. Estamos ante el arte de la segregación que permite señalar aquello que es diferente y que por lo tanto debe ser exhibido, obligado a trabajar de manera forzada, puesto que se condena la pobreza como el resultado de una falta de valores éticos.
Con el surgimiento de la práctica médica que trataría a la locura, también se instrumentalizaron poderes capaces de incidir sobre el cuerpo y la mente. Los insensatos se convierten en el espectáculo público que es expuesto como algo escandaloso, surge la idea del enfermo, de la enfermedad mental y de la locura como identidad. La locura es sinónimo de renunciar a la razón, de volverse animal, y por lo tanto todo lo que queda fuera de la razón debe ser recluido. Foucault realiza también una clasificación de las formas de la locura, por un lado la manía y la melancolía y por el otro la histeria y la hipocondría. A finales del siglo XVII el enfermo se convierte en un culpable que podría sanar si reconociera su propia locura, por lo que se agrega un valor moral, sobre estos pilares en el siglo XIX surge la psiquiatría que separa a los locos de los criminales, individualizando la experiencia de la locura.
Desde la obra de Foucault, que bien puede ser puesta a revisión y actualizada a la experiencia actual más allá de la posmodernidad que él vislumbraba, podemos al menos darnos una idea del desarrollo de las ideas asociadas a la locura y que permanecen hoy en día, incluso cuando estamos poniendo en tela de juicio los conceptos de trastorno y enfermedad mental; con el auge de los estudios sobre las neurodivergencias y con la implementación de nuevos factores de inserción social por la recuperación en un ámbito de respeto a los derechos humanos del paciente y de su familia.
Pero si desde la medicina se ha superado la exclusión y la reclusión cuando no se trata de casos graves por periodos de tiempo corto; en el uso de los conceptos y por lo tanto en la construcción de las prácticas culturales asociadas a ellos, prevalecen una serie de acepciones ligadas a la idea del loco, del enfermo mental, y por lo tanto del indeseable al que se le señala, se le excluye y se le aísla. La locura como concepto pervive a nivel social, y aunque ha perdido gran parte de su contenido adquiriendo características lúdicas y de genialidad, continúa impactando en el autorreconocimiento de las condiciones que ponen en entredicho la “salud mental” del individuo.
Resulta paradójico que mientras que la cultura pop se ha enfrascado en señalar la supuesta genialidad del loco, ha marcado al mismo tiempo una nueva frontera entre lo que es aceptable y lo que no, basándose en criterios en parte arbitrarios y en parte imaginarios sobre lo que se espera de las personas que tienen alguna condición asociada a la “salud mental” y que lo admiten abiertamente. El Dalí posmoderno de la televisión es extravagante, original, excéntrico y quisquilloso, no pasa desapercibido, pero se justifica porque al mismo tiempo es un genio, alguien que desde su perspectiva única aporta algo a la sociedad y por lo tanto es digno de respeto. Aunque esta imagen puede coincidir con algunos casos excepcionales, ciertamente no es la regla.
Las condiciones de no son tan espectaculares como lo refiere la cultura pop, están marcadas por la trasgresión y la afección de la vida del individuo que puede llevarlo incluso a la muerte, como es el caso del suicidio en personas que experimentan episodios graves de depresión; para los que no está de más recordar que no hay condicionantes ni buenas voluntades que ayuden si no se toma en serio una terapia y se acude con un médico especializado en la psique. La realidad de las personas con condiciones mentales y sus familias es una lucha constante contra la transgresión. Los efectos a nivel emocional, familiar o laboral frecuentemente son graves y pueden tener consecuencias imborrables.
En el fondo de esta problemática encontramos sin duda la negación permanente de la diferencia, la misma tendencia a la exclusión y el aislamiento que ha acompañado al concepto de locura a través de la historia y por supuesto, la violencia que reproduce exhibir la excepcionalidad. La “salud mental” es un tema que nos atañe a nivel individual y social y repensar los conceptos con seriedad epistemológica es el primer paso en la reconstrucción de prácticas que rigen el espacio sociocultural en que estamos inmersos.
Manchamanteles
Hay quienes aseguran que lo más parecido a la locura es la poesía, que construye con las palabras de todos un lenguaje único e inescrutable. Uno de ellos fue el poeta argentino Roberto Juarroz:
¿es la poesía un pretexto de la locura?
¿o es la locura un pretexto de la poesía?
¿o las dos son un pretexto de otra cosa,
de otra cosa excesivamente justa
y que no puede hablar?
Narciso el obsceno
No les importó que mi pared estaba recién pintadita, vandalizaron todo por una tal ¿Danna, Alexa, Liliana?, no me acuerdo. Te lo digo amor, ¡las mujeres están locas! Dijo instalado gozoso en el paradigma desecho de su tiempo.