Boris Berenzon Gorn.
“Nunca somos lo que fuimos ayer, nunca seremos mañana los mismos de hoy… y la vida se nos escapa imitándonos a nosotros mismos y tratando, como Kafka, de solucionar el enigma de nuestra propia identidad.”
Fernando del Paso
La historia de las independencias latinoamericanas, que en su mayoría tuvieron lugar durante el siglo XIX, ha sido ampliamente trabajada. Existen enormes tratados que narran sus bases, describen las ideologías que las fundamentaron e hicieron posibles, así como la logística de las luchas e incluso las vidas y acciones de los llamados “héroes”, actores, y demás pormenores que constituyen el marco de comprensión de tales procesos. Es, sin embargo, una tendencia de los últimos años hacer una reinterpretación constante de toda la obra que anteriormente se había erigido como el núcleo de comprensión de las independencias americanas, esta vez, bajo el halo de luz que los estudios sobre la cultura y la representación simbólica arrojan.
Barbara Stoliberg-Rilinger asegura que: “La autoimagen de la modernidad, por mucho tiempo segura del desvanecimiento de lo simbólico y confiada en el aumento de la racionalidad discursiva, se ha visto afectada duramente por ello. A estas alturas parece apenas plausible sostener que la vigencia de normas se apoya más en el discurso basado en la inteligencia y en la razón que en el poder sugestivo de lo simbólico”, y prosigue, “En parte influidas por tales experiencias las ciencias históricas han cambiado […] desde hace un tiempo su atención se ha volcado hacia el poder de lo simbólico”. Esta ruptura política con la racionalidad discursiva de las luces, tan ampliamente tratada por la escuela de Frankfurt, afecta el entendimiento que tenemos de las identidades pues, demuestra, como han insistido por décadas los antropólogos, que el hecho religioso cumple un papel a nivel cultural.
Es cada vez más necesario construir una nueva interpretación del proceso de formación de las naciones americanas en su conjunto y desde modelos no ideologizados, o al menos que sean abiertamente honestos en la forma en que son atravesados por la ideología. Dicho proceso se inscribe dentro de una temporalidad que va desde, por lo menos, las últimas décadas del siglo XVII y atraviesa todo el siglo XVIII. Se trata de la construcción de identidades criollas a partir de simbologías religiosas cuyo efecto está presente en nuestros días, generando vínculos allí donde la nación o el Estado resultan insuficientes. De hecho, numerosos grupos políticos han sabido explotarlas sabiendo el poder que ejercen en la mentalidad colectiva.
Los símbolos religiosos que fueron empleados durante los movimientos de independencia, a menudo por ambos bandos, son la base de las identidades criollas de las que con el paso del tiempo se desprendió lo que se reconoció como específicamente americano. Entre las simbologías más trabajadas se encuentran, por supuesto, el caso de la Virgen de Guadalupe y el de Rosa María de Lima, una en la Nueva España y la otra en el Perú respectivamente. Es curioso señalar que esta última fue muy importante para los novohispanos al ser la primera santa de América. Ambas han sido vistas como simbologías que representaban las identidades criollas, sus coherencias y discrepancias arrojan luz sobre los modelos independentistas de nación e identidad, y un análisis de la dialéctica entre los diferentes estratos de la sociedad novohispana muestra que la identidad criolla también es producto de las prácticas simbólicas de la ritualidad india.
Los símbolos se manifiestan como funciones de lo sagrado al igual que los ritos. Son concebidos por la antropología como elementos estructurales de la consciencia. Mircea Eliade afirma que “Los símbolos pueden revelar una modalidad de lo real o una estructura del mundo, que no son evidentes en el plano de la experiencia inmediata; su principal característica es su multivalencia […] Al comprender el símbolo el hombre logra vivir lo universal; es decir, logra transfigurar su experiencia particular”. Mito y rito trascienden la historia y parecen ubicarse en el seno de la configuración de sociedades humanas, todavía más allá de la civilización.
El surgimiento del concepto de “patria” entendida como América septentrional, no se generalizó sino hasta en siglo XVIII. Esto supone que las identidades criollas se construyeron durante plazos de larga duración y no súbitamente. Es decir, se extienden dentro de temporalidades muy largas donde adquirieron símbolos propios y prácticas rituales que las fijaron. Lo que esto significa es que no podemos hablar de identidad sin pensar en la categorización de tiempos más largos y espacios más grandes a los que estamos acostumbrados, pues sólo así podremos trascender la visión superficial que reduce las coyunturas, como las guerras de independencia, a mero acontecimiento.
Esto supone que los símbolos religiosos son adaptados dentro de su horizonte con características particulares, formando una concepción del mundo articulada no únicamente por los estratos criollos de la población novohispana, sino también por los indígenas, mestizos y castas. Significaría entonces que es posible retomar la ritualidad alrededor de los símbolos religiosos como una práctica cultural novohispana que implica que la política abarca las relaciones cotidianas que se ejercen en distintas direccionalidades y donde no existe un sujeto exclusivamente pasivo. La ritualidad alrededor de la Virgen de Guadalupe y Rosa María de Lima adquirió características propias que trascendieron las formas hispánicas impuestas. Es más, ambas sanciones del culto implicaron la legalización de prácticas precedentes que estaban arraigadas en la ritualidad.
Pero, además, ambas manifestaciones incluyeron elementos estrictamente americanos. Muchos de ellos se definen por la reivindicación de lo indígena como lo propio frente a lo otro entendido como lo europeo. De otra manera, la figura morena de la Guadalupana, o el origen americano de la Limeña serían características aleatorias dentro de un mundo de rituales homogéneos; no obstante, sabemos que la razón de su éxito fue justamente la representatividad que otorgaron a sus fieles, convirtiéndose ambas en un lugar común de identidades compartidas. Así lo demuestran fuentes no tradicionales como las imágenes, los cantos, los exvotos y muchas otras representaciones de oralidad que pueden permitir la comprensión de aquellas acepciones simbólicas que existían alrededor de los cultos. Gracias a ellas vemos la distancia entre el culto sancionado por la ortodoxia cristiana y su aprehensión cultural a mayor escala, misma que sirvió como un elemento de cohesión dentro de la larga duración, lo que nos permite entender la ritualidad desde la representación.
Construir una teoría de la identidad criolla basada en la existencia de una cultura propia permite reivindicar el papel activo del “receptor” en la adopción de las ideologías de liberación, demostrando que en los grandes acontecimientos la construcción de significados no está reservada para las élites, sino que los grupos oprimidos ejercen resistencias mediante las que construyen símbolos a través de los cuáles se apropian de las narrativas impuestas.
Ante los problemas de conceptualización de la Identidad, Juan Acha en su texto Aproximaciones a la identidad latinoamericana, sostiene que: “El término identidad se halla, pues, hoy legalizado por las prácticas científico-sociales […] En el interior de la identidad, encontraremos las relaciones de continuidad y discontinuidad, de unidad y de pluralidad (de lo no idéntico, la autodeterminación y autoidentificación, realidad e irrealidad y la no identidad). En ella cabe registrar la intervención de la fantasía, la mímesis y el sueño. El modo de ser o subjetividad latinoamericana, por tanto, constituye un proceso en constante movimiento y cambio”. Visto desde esta perspectiva, la identidad deja de ser un monolito que representa grupos cerrados y se convierte en un fluido donde todo es posible.
Ningún mexicano se atrevería a cuestionar la importancia de la virgen de Guadalupe como símbolo unificador, independientemente del credo religioso o de los usos políticos. Analizar estas construcciones en la larga duración, nos permite acercarnos a la realidad contemporánea y comprenderla más allá de una racionalidad procedimental, donde lo religioso parece banal. Las identidades se forjan desde símbolos en la larga duración y vale la pena replanteárnoslas, pues es la mejor manera de superar los discursos clasistas en los que se sostiene la violencia del día a día.
Manchamanteles
Dijo Alejandra Pizarnik alguna vez, que nada es más intenso del terror de perder la identidad. En su memoria leamos “La noche”:
Poco sé de la noche
pero la noche parece saber de mí,
y más aún, me asiste como si me quisiera,
me cubre la conciencia con sus estrellas.
Tal vez la noche sea la vida y el sol la muerte.
Tal vez la noche es nada
y las conjeturas sobre ella nada
y los seres que la viven nada.
Tal vez las palabras sean lo único que existe
en el enorme vacío de los siglos
que nos arañan el alma con sus recuerdos.
Pero la noche ha de conocer la miseria
que bebe de nuestra sangre y de nuestras ideas.
Ella ha de arrojar odio a nuestras miradas
sabiéndolas llenas de intereses, de desencuentros.
Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis huesos.
Su lágrima inmensa delira
y grita que algo se fue para siempre.
Alguna vez volveremos a ser.
Narciso el obsceno
¿Parecido a qué?, ¡él era único!, tan único que no tenía identidad.