En el centenario del “tiempo perdido”

Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

Valentín Louis Georges Eugene Marcel Proust murió en París a las cinco y media de la tarde del 18 de noviembre de 1922, hora apropiada para que los diarios del día siguiente, domingo, pudieran recoger con amplitud la noticia.

La mañana de ese mismo día había pedido a Céleste, su querida ama de llaves, que echara de la habitación a una mujer gorda vestida de negro. Céleste dijo que lo haría, pero ni ella ni los presentes vieron a la intrusa. Nada dijeron al moribundo.

Una de las últimas satisfacciones de Marcel fue saber que moriría a los 51 años, igual que Honorato de Balzac. Cuando expiró, el surrealista Man Ray le tomó fotografías y dos pintores hicieron su retrato mortuorio.

Cuatro días después fue enterrado en la cripta familiar del cementerio parisino Pere-Lachaise. Cinco años después de su muerte, en 1927, fue publicado el último de los volúmenes de A la búsqueda del tiempo perdido y entonces comenzó el lento proceso de su canonización artística.

Edmund Wilson juzgó que la vida de Proust fue su propia obra. A la búsqueda del tiempo perdido, con sus más de tres mil páginas, es una cumbre de la literatura, la novela de mayor influencia en los siglos XX y XXI, una revolución que marcó nuevos derroteros a la literatura universal y a la novela como género. 

Después de Proust incontables artistas han transitado la senda que él inauguró. Aquí en México, entre nosotros, bregó uno de los grandes proustianos -a quien la Academia no se ha dignado mirar: Edmundo Valadés, iluminado por el espíritu del parisino en 1940 durante un viaje por la sierra alta de Puebla. 

En un libro de 1974 hoy inhallable, Valadés desarma como relojero la obra de Marcel y exhibe las pulidas piezas para que mejor se pueda apreciar su belleza, a la manera de aquel emperador chino que sólo pudo reconocer el encanto de la pequeña piedra tallada que le obsequiara el filósofo cuando la miró a través de una rendija en un muro.

“El 10 de julio de 1871 hay alba literaria”, escribe Valadés en Por caminos de Proust. “Nace Marcel Proust. Leyes misteriosas que distribuyen gracias determinan su destino: una vocación en busca de cumplir una gran obra de arte. El proceso de su revelación y maduración tardará 38 años, después de larga, perseverante, creciente fidelidad a su voz interna.”

Uno de los fragmentos del ingenio proustiano que Edmundo alumbra es el adjetivo:

“¿Qué vasos comunicantes podrían establecerse entre dos escritores de pronto antípodas: entre Marcel Proust y William Faulkner? Un hilo finísimo: el uso reiterado del adjetivo y la insistencia del comparativo. La precisión analítica y estilística de Proust lo lleva a extender el adjetivo, uno sobre otro, como un pintor recrea un volumen superponiendo varios colores hasta inventar el de su realidad […] Faulkner es asiduo también a la reiteración del adjetivo, pero en él relampaguea como un estallido, como un látigo, y es admonitorio, acusatorio, justiciero y hiere, raja, golpea con una rectitud implacable”.

Cierto que no podemos considerar a Proust en el vacío, aunque me resisto a considerarlo un primus inter pares. En la República de las Letras tuvo que haber un primero y Proust, no hace falta decirlo, lo fue. 

Pero sí conviene, por la delicia que de ello podemos derivar, ponerlo al frente de una tríada, con Joyce y Kafka, que revolucionó y marcó los derroteros contemporáneos en la forma de hacer novela. 

No puedo profundizar, mas veamos algo del irlandés. Mientras que Proust se inserta en el interior de un personaje y demuestra que cualquier elemento es válido para producir un discurso literario -los recuerdos, un aroma, un sonido, el más leve sentimiento que se puede desdoblar hasta el infinito para describirnos y descubrirnos en nuestra calidad de humanos- Joyce multiplica las imágenes. 

Mientras que Proust arma un enjambre discursivo desde el interior, Joyce hace un calidoscopio de situaciones y hace un guiño a la obra de Proust: en el párrafo inicial de Por el camino de Swann, el narrador hace una larga reflexión sobre lo que le sucede en el tránsito de la vigilia al sueño y comenta que una cierta situación comienza a hacérsele ininteligible, “Lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior”. 

En Ulises, Molly Bloom señala con una horquilla la hoja de un libro en el que leyó la palabra metempsicosis para preguntarle a su marido con qué se come eso. Leopold Bloom comienza una suerte de explicación, que abandona ante la incapacidad de Molly para ofrecer la suficiente atención y desde luego para comprender un concepto tan poco terrenal.

Esto me remite a la reflexión de que la genialidad no se encuentra por buscarla sino por trabajarla. Si se asume lo que está hecho, y sobre todo lo que está bien hecho, los productos subsecuentes necesariamente serán distintos. Reconocer y adentrarse en la innovación de otros necesariamente hace que las nuevas creaciones sean distintas. 

Otra manifestación de lo que la enseñanza de la narrativa de Proust nos ha dejado, desde mi punto de vista y a riesgo de sonar descabellado, es la que ejerció sobre el oficio periodístico. 

Esta es una apreciación subjetiva que puedo ejemplarizar con la experiencia del mismo Valadés: comenzó a leer Por el camino de Swann en el tren rumbo a la sierra de Puebla enviado por la revista Hoy en misión periodística en busca del “Cuatro Vientos”, el avión español perdido hasta el día de hoy. 

“Aquella noche en el tren no dormí”, me dijo Edmundo en nuestras conversaciones de 1985. “¡Y me hice proustiano!” 

Al revisar el reportaje de Edmundo y compararlo con otros textos, confirmo que no es aventurado afirmar que la lectura del francés transformó el estilo periodístico del mexicano, al enriquecerlo, entre otras cosas, con el sentido de alerta sobre la circularidad del tiempo. 

Existe una corriente e incluso una moda argumentativa sobre la tarea periodística que defiende la “objetividad” del periodismo y de los periodistas, la obligación de informar sobre lo que sucede en “la realidad”. 

Lo que algunos nos preguntamos cuando se habla del tema es, ¿la realidad de quién? ¿La realidad en qué momento? Al igual que la narrativa psicologista, el periodismo tiene como primer sustento la selección. 

He escuchado decir a un lector de En busca del tiempo perdido que una de las dificultades que ofrece la novela es la lectura de capítulos largos y con una notable ausencia de diálogos. Pero resulta que esto es materia común para la redacción de los periodistas más que en otro tipo de textos: la cotidianeidad vertida en una secuencia narrativa. 

No se trata de textos de historia sino de pequeñas historias que se plasman día a día en los medios de todo el mundo o de las mismas pequeñas historias que recuerda el narrador de Swann y que va hilvanando para contar la sola y simple historia del señor Swann.

Tengo la certeza de que aún quienes no han leído a Proust lo han conocido por su presencia en obras posteriores de diversos autores que simplemente han seguido el dictado de la evolución artística y han producido obras que en diferentes momentos condensan la historia y las enseñanzas de historia de la literatura. 

Como en el registro eléctrico del funcionamiento de un corazón, la historia de la literatura muestra crestas que son ineludibles, que avasallan y deben ser conocidas por todos. Quien las ignore, si a la producción artística se debe, estará en grave riesgo de incursionar en terrenos que otros recorrieron y nos han mostrado, para marchar con mayor seguridad y explorar nuevos caminos.

Por eso se debe ser cauteloso con la compulsión por la originalidad en la creación literaria, pues obras centenarias como Por el camino de Swann todavía están allí para enseñarnos mucho del alma humana y todavía más sobre cómo conocerla a través de un texto escrito.

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