Alejandro Rodríguez Cortés*.
México va de tropiezo en tropiezo en materia internacional, arena perdida de antemano con el falso apotegma de que “la mejor política exterior es la interior”.
No solo fue el ridículo de la mal llamada Cuarta Transformación que justificó, o en el mejor de los casos calló, ante la posición francamente abyecta de Andrés Manuel López Obrador frente a Donald Trump en vísperas de su triunfo electoral o mientras estuvo en la Casa Blanca. Tampoco el ridículo se queda en el añejo y rancio nacionalismo que dinamita en perjuicio propio la relación comercial de México con el mismo Estados Unidos o con Canadá.
La titubeante posición mexicana ante el resto del mundo pasó además del ridículo de Hugo López Gatell exigiendo un recuento de votos en la elección perdida de un cargo en la Organización Mundial de la Salud, al de la candidatura absurda y a destiempo en pos del Banco Interamericano de Desarrollo, en la que además el autócrata de Palacio Nacional se deshizo en muy mal plan de Gerardo Esquivel, un economista que desde el Banco Central ha osado contradecir la voluntad presidencial.
Por otro lado, entre los narcisistas sueños obradoristas, la figura de un supuesto líder latinoamericano que encabezara el gran bloque izquierdista de la región, se vino abajo por el necio apoyo a las crueles dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela, y se hizo añicos con la fallida convocatoria a una cumbre política y comercial de la cuenca regional del Pacífico.
Los gigantes del sur continental, Argentina y Brasil, pusieron un hasta aquí al delirio de López Obrador y se pusieron a hacer política y diplomacia, frente a la añeja y ramplona visión mexicana que no considera la cesión de posiciones en una negociación bilateral o multilateral. Mientras que Díaz Canel, Maduro y Ortega chapotean en la inmundicia del totalitarismo, Alberto Fernández y Lula da Silva desnudaron y pusieron en real perspectiva a su homólogo azteca.
Pero la lección vino de quien menos se esperaba: un joven chileno que entendió que en democracia se gana y se pierde, como hizo primero al conquistar el poder en su país y luego aceptando una dolorosa derrota en el referéndum constitucional al que se enfrentó inmediatamente después de asumir su investidura.
Luego de eso, Gabriel Boric vino a México a constatar lo que seguramente ya había vislumbrado en el silencio de AMLO frente a las condenas presentadas por él mismo en aquellos foros internacionales marcados por la escandalosa ausencia mexicana.
Las buenas formas de lo políticamente correcto en la reunión de presidentes México-Chile, contrastaron con lo obvio de la desazón y la condena a la tragedia de la 4T: el rostro de Boric en la conferencia de prensa conjunta lo decía todo, sobre todo cuando López Obrador incumplió ostensiblemente un acuerdo de secrecía y prudencia entre ambos en torno al asunto del atribulado presidente del Perú, pretexto del tabasqueño para justificar su fracaso diplomático. “Ahora entiendo por qué las conferencias en México duran tanto”, puyó el andino después de una larga perorata que su colega hizo sobre sí mismo.
Pero ahí no quedó la cosa. Al día siguiente, en el Senado, caló muy honda la condena chilena a las graves violaciones de derechos humanos en México, concretamente el inaceptable nivel de violencia y crímenes de género.
El jovencito Gabriel Boric dando lecciones al vetusto Andrés Manuel. Me quedo con la imagen del barbado rostro que no daba crédito al escuchar la doctrina pejista: la misma que nos tenemos que recetar un par de horas, hasta tres, cada mañana del fallido gobierno nacional en el inicio de su ocaso.
Él, Boric, regresó a su país a hacer política. Nosotros nos quedamos aquí con quien gobierna sólo para los suyos y desprecia al resto, que por cierto somos mayoría, aunque lo nieguen.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista
@AlexRdgz