Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

Están por cumplirse 85 años de uno de los episodios más repulsivos y dolorosos en los anales del nacionalismo imperialista: la masacre de Nankín meticulosamente organizada y ejecutada por el Imperio del Sol Naciente.

En diciembre de 1937, la 114 división del ejército japonés avanzó sobre esta ciudad china a las orillas del Yangtsé, conocida como “La capital del cielo”, con órdenes de “purificarla”.

Unos 300 mil civiles fueron masacrados en un festín de sangre. Los testimonios dan cuenta de más de 80 mil mujeres violadas. 

Después de la guerra y derrotado el Japón, algunos veteranos de la campaña confesaron su participación en el bestial episodio. Uno de ellos informó:

“Viejas o jóvenes, todas eran sometidas. Se mandaban camiones a los barrios y a las afueras de la ciudad para capturar a cuanta mujer se pudiera. Cada una era puesta al servicio de 15 o 20 de nuestros soldados. Después las matábamos… las muertas no hablan”. 

Sook Ching, que en chino significa “purificación por eliminación” fue el sistema aplicado por los japoneses para sanitizar los territorios en donde expandían su imperio. La lógica no fue diferente a la de la “solución final”, el lebensraum, la “nueva Roma” o el terror estalinista. 

Se aplicó no sólo en Nankín, sino en todas las comarcas en donde el Japón, para la mayor gloria celestial del Divino Emperador Hirohito, se regodeaba en la “coesfera de prosperidad”, una suerte de Doctrina Monroe oriental montada en bayonetas para “unificar y defender” a los pueblos del Sureste Asiático. 

Ignoro si los estrategas militares del Sol Naciente eran hombres versados en la antigua cultura latina, pero el episodio de Nankín pareció revivir la política inaugurada por el legado papal y abad cisterciense Arnaud Amalric en la masacre de Béziers el 22 de julio de 1209: Caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eius, sentencia que se puede traducir al castellano más o menos como: “Mátalos a todos … ya el Señor decidirá quiénes son los suyos y quienes no”. Tal arrebato de caridad cristiana fue una de las características de la Cruzada contra los Albigenses.

El problema de apoderarse de tierras ajenas es que hay que deshacerse de los dueños originales, como bien sabemos los mexicanos. En tiempos modernos esto se logró mediante campos de concentración, hornos crematorios, hambrunas y epidemias inducidas, reservas étnicas y el Sook Ching.

El Sook Ching tuvo el valor añadido de que proporcionaba a las agotadas tropas imperiales alguna diversión para aliviar el estrés del combate.

Hombres, mujeres y niños colgados de la lengua en ganchos de carnicero o quemados vivos, lonchas de carne humana arrojadas a perros hambrientos, sesiones de acuchillamiento y competencias para descuartizar que culminaron en el reto de un oficial a otro para ver quién eliminaba primero a 100 prisioneros, son algunas viñetas que arden en la memoria de aquellos días.

Como los nazis, los fascistas, los estalinistas y los marines en Vietnam y en Irak, los japoneses operaban como quien desinfecta su casa y elimina bichos nocivos. Lo dijo el teniente coronel Ryukichi Tanaka, jefe del servicio secreto japonés en Shanghái: “Podemos hacer lo que sea con esos individuos”. 

Para los nipones, los chinos eran menos importantes e infinitamente menos valiosos que los cerdos.

Hace dos mil años Tácito escribió: “A la rapiña, el asesinato y el robo los llaman con nombre falso: gobernar … y donde crean un desierto lo llaman paz”. Los japoneses abreviaron esta metodología y la llamaron Sook Ching.

Pero a fin de cuentas la mala entraña encuentra su castigo. Poco después de la profanación de la Capital del Cielo, una compañía de la 114 división imperial fue acorralada por tropas del Ejército de la Frontera Occidental, negros de Senegal, Sierra Leona, Nigeria y otros países  africanos que combatían bajo la bandera inglesa.

Luego de algunas horas de brutal combate, superados en número y en capacidad de fuego, los nipones izaron la bandera blanca y se entregaron. 

Las tropas coloniales negras no daban crédito a tal muestra de mansedumbre, pues era artículo de fe que para el soldado japonés no hay mayor deshonor que rendirse y antes de ello prefiere aplicarse el harakiri.

Lo que no sabían los británicos era que los nipones estaban convencidos de que los negros se comían a los soldados enemigos muertos y que eso sería tan repugnante para sus ancestros en el Takamagahara, la morada de los dioses celestiales, que les serían cerradas las puertas del paraíso para toda la eternidad. 

Pero vivos y enteros, así fuesen deshonrados como prisioneros de guerra en un campo de concentración, podían tener la esperanza de alcanzar un lugar en la morada divina. No se sabe si hubo un concilio o si pidieron perdón por sus barbaridades antes de entregarse.

Nankín, la que fuera capital de diez reinos durante más de mil años, sigue siendo hoy un símbolo, una herida que sangra, una llama votiva que debemos mantener encendida para nunca olvidar.                                                                             

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