Boris Berenzon Gorn.
“El lenguaje humano es como una olla vieja sobre la cual marcamos toscos ritmos para que bailen los osos, mientras al mismo tiempo anhelamos producir una música que derrita las estrellas.”
Gustave Flaubert
La vuelta provocada por el giro lingüístico en el siglo pasado, así como la importancia creciente del psicoanálisis, han permitido reparar en la importancia del relato como acto de representación, donde se presenta una vida desde la memoria y el olvido, la retrospección y la necesidad de narrase a uno mismo para comprender y ser comprendido. Al superar la dicotomía entre la clásica oposición subjetividad-objetividad; se cae en la cuenta de que el sujeto no puede ser suprimido de la narración, por lo que sus palabras y la credibilidad que susciten, no sólo en cuanto la referencialidad sino en cómo se explica el autor a sí mismo, constituyen un valioso campo de análisis.
Las escrituras del yo se han reanimado gracias al interés creciente del posmodernismo por lo emocional y lo particular, por los aspectos éticos y estéticos de la vida que trascienden todo aquello que se considera meramente descriptivo. En este sentido, entender al individuo inserto en su propia historicidad permite al lector evaluarlo y comprender su entorno. La historia no es suficiente para dar cuenta de los acontecimientos y el marcado interés por las experiencias vividas se basa en la autodefinición del yo a través del conocimiento del otro. También llaman la atención las grandes figuras cuyas historias reflejan aspectos de la condición humana inherentes a todos, incluso ha habido un boom de autobiografías en las series televisivas de los últimos años donde los espectadores tratan de buscar aquello que hace a los personajes “inalcanzables” indudablemente humanos: también sufren, también gozan, también se equivocan.
En el ámbito de la subjetividad que ha dejado de verse como algo negativo en el horizonte cultural de occidente, las escrituras del yo mantienen una función análoga a la que por mucho tiempo cumplieron otros textos, como las hagiografías, sirven para construir hitos modélicos, arquetipos deseables e indeseables y prestan a los autores la posibilidad de defender su propia existencia narrando la que consideran su verdad, en medio de la enorme cantidad de información con la que hoy contamos. En suma, se trata de un acto apologético, libertad de expresarse, de narrarse a sí mismo. Las novelas históricas como las autobiografías son capaces de representar dimensiones profundas de la condición humana, de tal suerte que además de encontrarnos con contextos históricos determinados, somos capaces de acercarnos con empatía a personajes que manifiestan complejidades y contradicciones.
Definitivamente, leer novelas históricas es arriesgado, pues a menudo tener ojo crítico para discernir aquello que pudiera formar parte de una época o no, es mucho más complejo que únicamente cotejar acontecimientos, nombres, fechas y datos. Las novelas históricas reflejan también la ideología de espacios, clases sociales, tensiones políticas, entre muchos otros temas, de tal suerte que al no conocer a profundidad la época que se trabaja—o sobre la que se lee—se pueden cometer numerosos anacronismos o peor aún, atentar contra la verosimilitud de su texto. Existen numerosos textos muy bien elaborados que nos han dejado un legado maravilloso para el conocimiento distintas épocas en dimensiones que no siempre se abordan en la historia—aunque lo hace cada vez más la historia cultural. Definitivamente El nombre de la Rosa se merece una mención honorífica por su complejidad filosófica y trama, lo mismo que textos como Ivanhoe, Soldados de Salamina o Memorias de Adriano.
Quiero hacer una mención especial a La Isla de la pasión de Laura Restrepo, donde la autora narra el envío diplomático por Porfirio Díaz de varias familias a una Isla, pero al iniciar la Revolución Mexicana y en medio de la convulsión política quedan abandonados y se desarrolla una historia trágica de la que se conservan numerosos documentos y testimonios. La invasión, de Ignacio Solares es una novela histórica que narra la invasión norteamericana a México en 1846 desde cierta mirada nacionalista, y que emplea anécdotas, refranes y canciones para contextualizar el relato, como fuentes para acercarse a la verosimilitud, desde la ficción. Leer novelas históricas es un placer, pero también un reto, pues depende de una buena hermenéutica, conocimientos mínimos sobre la época y el reconocimiento de las intenciones de los autores.
Las palabras son capaces apenas de representar, de traernos los resquicios de la experiencia vivida. Narrar lo que no se puede transmitir con palabras es una aspiración más que un objetivo, el camino al que nos dirigimos, porque responde a una necesidad humana, la de comunicar. La escritura aspira a la construcción de universos que permitan dar cuenta de aquello de lo que no sabemos cómo hablar. Por su parte, el arte comprende dimensiones que nos permiten comunicar y transmitir todo aquello para lo que el lenguaje convencional traza límites precisos. Los estudiosos de la semiótica se han referido constantemente a la carencia de un lenguaje universal capaz de dar cuenta de la experiencia humana, sirviéndose de la metafórica “Torre de Babel”, con cuya caída surgieron las lenguas y el conocimiento se fragmentó en un mosaico de experiencias a las que nadie podría tener acceso completo. Es interesante imaginar la existencia de este lenguaje universal, pero lo es más advertir que debería tener características con las que no cuenta ninguno de los que conocemos, pues están marcados por la subjetividad sensorial del sujeto y los límites culturales de los que provienen. George Steiner ha dado gala en este examen.
Un ejemplo de ello es el problema del mal, como lo demostró Hannah Arendt Si no es posible narrar el dolor de las víctimas y tan sólo podemos tener resquicios de su experiencia, tampoco es fácil entender a la contraparte, no es posible comprender la banalidad del mal con tan solo palabras. La destrucción y la guerra, el dolor y la euforia, emociones y sensaciones, lo inconsciente, se resiste a ser narrado. La experiencia mística que muchos comparan con el éxtasis de las drogas o de la locura, ofrece claves de interpretación, pero siempre tendremos que completar lo narrado con la imaginación y la empatía, porque incluso viviendo las mismas circunstancias, la experiencia está condenada a ser subjetiva.
Quizá lo único que permite sopesar el abismo entre verdad y verosimilitud es el poder que tiene la verdad socialmente construida, pues no existen elementos claros de diferenciación en el discurso para validar si es real o ficticio. Quizá es por eso la razón siempre es desplazada por la imaginación.
Manchamanteles
Hablar no es sinónimo de comunicar, tampoco lo es escribir. El problema del lenguaje es que a veces las palabras vienen aisladas, sin sentido. Max-Aub lo aborda con gracia particular en su microficción Hablaba y hablaba:
Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además, hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro
Narciso el obsceno
El soliloquio de Narciso es infinito, pero al igual que el árbol que cae en medio del bosque, no hay testigos que lo prueben.