Fantasía y representación: el papel de lo imaginario 

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

Sólo la fantasía permanece siempre joven; 

 lo que no ha ocurrido jamás no envejece nunca. 

Friedrich Schiller 

 El domingo pasado se estrenó por HBO el primer episodio de la Casa del Dragon, una precuela de la famosa serie Juego de Tronos, misma que registró el récord de vistas en Estados Unidos con casi diez millones reproducciones, al menos en lo que concierne a las series presentadas este año por las plataformas de streaming que han encontrado en las series exclusivas el éxito para captar suscriptores. El éxito de las historias de fantasía dista mucho de ser nuevo, se remonta a los orígenes de la humanidad y demuestra la necesidad que tenemos los seres humanos de narrarnos a nosotros mimos, tanto a nivel individual como social. Las historias donde lo onírico converge con el mundo material, donde se desafían los límites de lo posible y se producen universos de alteridad, parecen ser parte sustancial de la cultura. 

La narración de lo fantástico se encuentra en el centro de los mitos fundacionales desde el comienzo de nuestra historia. Si bien, muchos de los relatos han sido conservados gracias a la escritura, la oralidad sigue jugando un papel fundamental sobre todo en la transmisión generacional que converge en el mundo de las ideas, y está presente en las creencias que juegan un papel determinante para las sociedades, por ejemplo, en las leyendas rurales y urbanas, en los rumores, las advertencias de peligro que pesan sobre los lugares conocidos y marcados por la tragedia, entre muchos otros. Gran parte de estas construcciones son míticas y explican alegóricamente las raíces comunitarias. 

A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, la antropología avanzó muchísimo en la definición del mito como piedra angular de la conexión de las comunidades con su entorno, de la comprensión del universo través de símbolos y su reproducción en diversas modalidades rituales, mismas que atraviesan la misa cristiana, el Sabbath o el ramadán, el encuentro con la madre tierra en temascales o cenotes, la meditación como búsqueda de la iluminación o las danzas para celebrar la madurez. En todo el mundo la diversidad cultural es innegable, como lo es que los rituales representan mitos basados en narraciones que explican al yo y el entorno empleando alegorías. 

Por desgracia, una de las herencias de la ilustración para lo mítico y lo simbólico fue la negación de su valor, basándose en una comprensión exclusivamente lógica y material del entorno, de tal suerte que lo mítico se ha desplazado: hoy es sinónimo de falsedad, de aquello que es inventado y que por lo tanto no existe. Un examen más profuso del papel de lo imaginario y con ello, de la construcción de símbolos que se concatenan en narraciones, puede permitirnos desechar esa concepción del mito como lo falso y reconocer el papel de la interpretación, comprender por qué los seres humanos nos narramos en historias y manifestamos en ellas nuestro ser.  

En un mundo como éste, con el triunfo de la Ilustración y por lo tanto del dato y del artefacto, la utilidad de la palabra se ha devaluado. Se le reniega a segundo término por no poder ser empíricamente verificable, por ser plurivalente en cuanto a significados, por ser susceptible de interpretación y en resumen un artículo simbólico. La palabra se pone al nivel de canciones vulgares y series de entretenimiento y se olvida que el ser humano es ante todo palabra. En este sentido, Paul Ricoeur en su obra Freud: una interpretación de la cultura nos recuerda que la palabra es la única forma que tenemos para dar cuenta de nuestra existencia vital, y asimismo, que la única manera de comprendernos es mediante el relato. 

Necesitamos el relato empírico y el de ficción para poder llevar al lenguaje nuestra situación histórica. Ricoeur cita a Aristóteles y se pregunta: “¿no podría decirse que […] la ficción, al permitirnos acceder a lo irreal nos lleva de nuevo a lo esencial?”. La ficción proviene de la experiencia humana, permite acceder al tiempo y al espacio, a las dimensiones sensibles que no se agotan en lo factual y que piden ser narradas para adquirir significado, el discurso narrativo implica la relación entre la experiencia y las expectativas. Para Paul Ricoeur nadie puede contar lo que realmente pasó, únicamente su verdad, es decir, las palabras representan el entorno, pero no son lo real, por lo tanto, siempre hay en ellas una dimensión simbólica, incluso si se trata de textos estrictamente científicos.  

Es en este reconocimiento del papel del relato y del símbolo como representación de lo real que el psicoanálisis creó una nueva hermenéutica: la hermenéutica del inconsciente, misma que rastrea sus manifestaciones en el mundo onírico, en el lapsus, en el chiste.  El método de interpretación psicoanalítica es también un método hermenéutico ya que el sueño se identifica, por ejemplo, con la fenomenología de la religión o con la poesía por su naturaleza simbólica. El psicoanálisis clásico, como lo llamaba Erich Fromm, estaba preocupado por desgajar este contenido simbólico a nivel individual, analizando los conflictos psíquicos inconscientes de cada persona para hacer consciente lo inconsciente, con el fin de que esta pudiera liberarse de sí misma. 

Estas consideraciones nos invitan a construir un nuevo concepto de verdad donde lo simbólico, es decir, el imaginario que representa el mundo tiene un papel preponderante en la explicación del yo y del otro. Se trata de un concepto dinámico que, siguiendo a Fromm plantea que la verdad no es una afirmación definitiva sobre algo, sino un paso en el camino del desengaño y todas las respuestas de interpretación brindadas en tiempo y espacio por los seres humanos, se encuentran en un “irresoluble conflicto existencial”: la oposición entre el humano y el ser de la naturaleza, estando sujeto a todas sus leyes y su trascendencia mediante la conciencia. De tal suerte que todas las pasiones y anhelos del ser humano, ya sean normales, neuróticos o psicóticos, no serían sino tentativas de resolver este conflicto esencial. 

La narración de lo fantástico es un proceso de entramado, un diálogo con el inconsciente, un desentrañar el mundo interior. Mediante el imaginario se dialoga, el receptor no es pasivo, se enfrenta a la creación desde sus propias condiciones de comprensión, desde el acervo de su vida y de su tiempo. En este sentido, la fantasía incentiva el pensamiento, nos conduce a tomar partido, a estar en acuerdo o desacuerdo, a hacer preguntas, a buscar respuestas. La fantasía ha cumplido funciones ontológicas y epistemológicas, pero también éticas y estéticas. Engloba el ser poniéndolo a prueba en horizontes intangibles que sin embargo reflejan la sociedad que las hace posible. 

De ahí que la fantasía implique también un trabajo de crítica y análisis. No sólo construye imágenes llenándolas de significados que deben se desentrañados, sino que además es polisémica y requiere de interpretación. Pero esto no ocurre solamente con las obras de fantasía, cada narración está condicionada por su propio tiempo y espacio, por el andamiaje que da sentido a su lenguaje. Los clásicos parecen una esponja de tiempo: se llenan fácilmente del mundo en un proceso continuo.  Acceder a lo simbólico es encontrarse con uno mismo desde la alteridad, pero también nutrirse del otro, llenar la vida de la existencia humana, de lo posible, de lo verosímil.  

A pesar de sus detractores, todos los productos de lo fantástico cumplen un papel importantísimo a nivel social, son mucho más que entretenimiento, pues reflejan la condición humana. La fantasía permite encontrarse con lo particular de cada individuo, cultura y tiempo, pero también con lo universal, conectando el pasado con el presente y el futuro, representando nuestro entorno inmediato ya sea por medio de la magia, los dragones o lugares sin latitud. La fantasía recuerda que para enfrentar la realidad siempre se requiere del imaginario. 

 

Manchamanteles 

La poesía comunica lo trascendente, pero esa trascendencia no viene del tema, mucho menos del lenguaje, sino de la existencia misma, de lo que Heidegger llamaría el dasein, la experiencia vivida. Ese ser arrojados al mundo y tener que enfrentarse a la inevitabilidad de existir. La poesía es atemporal, siempre tiene algo qué decirnos. Así lo prueba este fragmento de un poema medieval llamado “La sepultura” y traído por Borges al español: 

 

Para ti una casa fue construida, 

incluso antes de que nacieras, 

para ti el polvo fue destinado, 

antes de que salieras de tu madre. 

[…] 

Tu casa no es alta, 

es baja y yacerás ahí. 

El techo se alza muy cerca de tu pecho. 

Así habitarás helado en el polvo. 

Sin puertas es la casa, 

y oscura está por dentro, 

allí estarás fuertemente encarcelado 

y la Muerte tendrá la llave. 

 

 

Narciso el obsceno 

Se quejaba de su soledad con cada iluso que le hacía compañía. 

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