Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
La semana pasada al escribir sobre el poder comunicacional del arte pictórico, recordé a un pintor mexicano cuya memoria quedó sepultada por la obra de los gigantes del muralismo.
No es la primera vez que me refiero a él. Aquí un apunte del siglo pasado para mis nuevos lectores.
Érase un muchacho pueblerino que llegó al mundo en un rancho de 30 almas en los Altos de Jalisco en una familia de pobres entre los pobres. Cuando su padre entregó el alma, sobre sus hombros cayó el peso de mantener a su madre y a sus hermanos.
Una mañana lio un itacate se encaminó a la cabecera municipal para emplease como pintor de fachadas. A poco ayudó en la decoración de templos y ahí se le reveló que Dios lo había bendecido con el don de la pintura sacra.
Pero no ganaba lo suficiente para el sustento de los suyos, así que la madrugada de un día de mayo salió a pie a la estación de Santa María para tomar un tren a la capital del país en donde se colocó como pintor de anuncios en una empresa cervecera.
En el valle entre los volcanes sucedió que el rustico mancebo terminaba dos cuadros en lo que sus compañeros uno, lo que pronto le granjeó enemistades y envidias.
Un día, la caterva de díscolos que lo rodeaba en la fábrica urdió un plan para deshacerse del ingenuo provinciano. Le dijeron que en Guadalajara el Ayuntamiento había lanzado un bando para pintar las fachadas de todas las casas de la ciudad y por lo tanto había trabajo abundantísimo para pintores de Jalisco.
La oportunidad de regresar a su tierra, ganar dinero y ver a sus hermanos aceleró el corazón del mozo y lleno de emoción no dejó de dar las gracias a sus compañeros mientras lo llevaban a la estación de Buenavista a tomar el tren.
Y no sólo eso, le prepararon su equipaje, sus pocas pertenencias, en una caja nueva de cartón atada con un mecate.
El muchacho les dio las gracias con lágrimas en los ojos y partió a su tierra. En Guadalajara se enteró de que el bando era una mentira y en la caja de cartón encontró papeles y trapos viejos. Entonces comprendió la verdad. De la estación de ferrocarril partió a Jalostotitlán a pie, porque no llevaba ni un cobre en la bolsa, y por el camino pintó algunas fachadas y bardas para comer.
Nadie recuerda ya el nombre de aquellos jóvenes corroídos por la envidia que se deshicieron del chamaco provinciano, pero es muy probable que a ellos deba la pintura sacra mexicana la carrera de uno de sus más altos exponentes, Rosalío González Gutiérrez, Chalío, nacido el 30 de agosto de 1892 en el rancho La Mesa, cercano al antiguo pueblo de indios de Teocaltitán de la municipalidad de Jalostotitlán, Jalisco.
Jalos, como le llaman con cariño los habitantes de aquella parte del país, fue fundado en 1544 por Fray Miguel de Bolonia. El nombre (con “jota” o con “equis”) proviene de las palabras nahuas xalli, que significa “arena”, ostotl, que significa “cueva” y tlan, que se traduce como “lugar donde abundan las cuevas de arena”.
En Jalos se colocó como ayudante del pintor Federico de la Torre quien, con el alarife Ramón Pozos, decoraba el santuario de Guadalupe y Templo del Sagrado Corazón. De ahí salió a la capital en donde corrió la aventura que he relatado.
En 1912 casó con María Cornejo “quien fue la fiel compañera en su vida laboriosa y le cerraría los ojos en el momento de su muerte”. María y Chalío no tuvieron hijos y adoptaron a una niña, Francisca, quien lo recordaba así:
“En su trabajo era muy metódico: a las nueve de la mañana ya estaba desayunando, después de ir a misa de 7 u 8, al terminar se subía a trabajar, bajaba a las dos, a comer y después se tomaba una siesta. A las cuatro ya estaba otra vez en su estudio, y a las 6:00 bajaba, se arreglaba, se iba a una peluquería que estaba a la vuelta de su casa”.
Debo a Ramiro González Martín, ingeniero civil de profesión, recuperar la pista de este artista cuyo nombre conocí por mi abuelo paterno, pintor y yesero, también de Los Altos, que alguna vez decoró templos con su “compa”.
La Editorial Acento produjo un espléndido rescate iconográfico de la obra del jalostotitleco, con apuntes sobre su vida y obra de Alfredo Gutiérrez, José Antonio Gutiérrez Gutiérrez, Francisco Javier Ibarra, Juan de Jesús Fuentes, Alfredo Gutiérrez y Noé Mota Plascencia.
Chalío aprendió a más o menos leer y por su mente nunca pasó la idea de inscribirse en alguna academia de pintura. Fue siempre modesto, generoso, incansable y profundamente religioso. Lo único que lo diferenciaba de sus “compas” era una habilidad superior a la de ellos para pintar.
Y esa habilidad, como la vida de todos ellos, estaba incuestionablemente al servicio de la iglesia. Chalío pudo haber sido el modelo del “Juan” de la canción Tata Dios de Valeriano Trejo cuando dice: “Voy a regalar la siembra / Tata Dios así lo quiere / Y con Tata nadie Juega”.
Recuerda su hija Paquita: “Hablaba solo, lo oíamos hable y hable, a veces enojado, lo que estaba haciendo no le parecía, y decía ‘No, no, no. Así no’. No soportaba los aprendices. Mucho muchacho muy joven quiso aprender, a César Ramírez en cambio sí lo enseñó, él aprendió sin que Chalío cobrara por sus clases […] Prefería relacionarse con la gente sencilla, recibía invitaciones a comer de parte de familias acomodadas del pueblo, pero él no se sentía a gusto”.
Supongo que ya habrá intuido el lector que en materia de dinero Chalío no pedía lo que uno supone justo. Es más, parece que a nadie informaba el precio de sus obras salvo los compradores, que nunca se quejaron.
Dicen sus biógrafos que podía estar días enteros sin salir de casa, “pintando 12, 15, 18 horas al día para sacar adelante sus compromisos con el nivel de eficiencia y calidad que lo caracterizaba […] Como un pintor hecho a sí mismo, autodidacta puro, inventivo, pragmático, siempre fiel a sus creencias técnicas y temáticas, respetuoso conocedor de sus carencias y osado con sus habilidades, Rosalío González nunca engañó a nadie”.
No le gustaba que otros le ayudaran en la preparación de los lienzos y tampoco utilizaba pinturas comerciales. En Guadalajara compraba la materia prima. El mismo preparaba la tela y la colocaba en los bastidores; luego molía los pigmentos con una piedra de mano para que la pintura tuviera las tonalidades precisas.
Las imágenes de la Virgen y los Santos las sacaba de revistas, estampas y cromos que le hacían llegar de distintas partes del mundo, a las que les imprimía su estilo. Gustó mucho de obtener sus modelos de gente del pueblo. En Tepa utilizó para uno de sus cuadros a un viejito limosnero. En la alegoría Ofrecimiento de la Parroquia de Jalostotitlán, la modelo de la entrega de la parroquia fue una joven de la localidad. Y en el óleo La Asunción de la Virgen, los angelitos son niños de Jalos. Muchos modelos los inventaba. Chalío no sabía historia del arte, pero tuvo mucha facilidad para adaptar estampas imaginarias y reales, o que veía en las revistas que le proporcionaban, recuerda Ramiro González.
Su otra pasión fue la fotografía. En 1911 estableció Foto Lux, empresa que además de permitirle una vida cómoda, le sometió a un “aprendizaje lumínico, figurativo, objetual, compositivo, en una palabra, fotográfico” que posteriormente traslado “a sus pinturas de diversos formatos para bien y para mal”, pues si bien en su pintura sobresale la perspectiva, algunas son como “fotografías de estudio largamente posadas”.
Otro estudioso dice: “Ciertamente no se descubre en la obra de Chalío una técnica que lo clasifique como un académico de la pintura, más bien tiene el color de un credo que quiere profesarse con los medios que dispone logrando bellas composiciones”.
El jalostotitlense no fue sólo pintor de iglesias. También se dedicó a lo secular, “desde el embellecimiento de los recintos familiares tomando como modelo las formas del neoclasicismo hasta la pintura de personajes de las familias. Moldea estucos para adornar las casas, pinta piezas de ornamentación para las salas. Es él un autor que pone su arte al servicio de la piedad familiar, reproduciendo imágenes que hasta la fecha tienen en exposición a la veneración familiar. Cada expresión de un Cristo, de la Santísima Virgen maría, sobre todo bajo su advocación de nuestra Señora de la Asunción, muestran el espíritu del pintor. […] La obra es profundamente religiosa, es el artista que rasga los cielos para que baje a la tierra lo divino”.
Chalío murió el 24 de noviembre de 1958 en Jalos, a la edad de 66 años “después de soportar con cristiana resignación […] una trombosis cerebral [sin que] ningún cuidado médico ni medicina lograra levantarlo de su postración”. Poco antes de rendir cuentas a su creador, y ya enfermo y cansado, el pintor decidió que no moriría sin dejar su huella en “su querido pueblo de Tecua y, con grandes trabajos, decoró su templo y la capilla de Santa Ana con oro falso y latón especial alemán”.
Además de los innumerables trabajos como el de Tecua, los “familiares” y la fotografía, “la obra mural y de gran formato del jalostotitlense incluye más de 130 piezas, algunas de excelente manufactura, realizadas entre 1932 y 1955, en veintitrés años de intenso trabajo”.
Hay obra suya en recintos de Pegueros, Tepatitlán, Guadalajara, Tlacuitapan, Cd. Guzmán, Zamora, San Juan de los Lagos, Jacona, Tamazula, Tingüindín, Jalostotitlán, Briseñas, La Barca, San Pedro Caro, Ciudad de México y Papantla, en cuyo templo de Nuestra Señora de la Asunción dejó una serie de cuatro grandes murales al óleo de 13 metros cuadrados cada uno con otras tantas escenas bíblicas: “Las bodas de Caná”, “La muerte de Nuestro Señor San José”, “El Niño Jesús ante los sacerdotes del templo” y “El taller de Nazareth”. Fueron comisionados en 1949 por el párroco Pedro Honorico cuando Chalío González era ya uno de los más reconocidos pintores de arte sacro de México.
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