Las claves secretas del arte

Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

Pasamos por alto que el arte tiene una función comunicadora. Cierto que la estética habla con un lenguaje propio al espectador y despierta emociones que escapan a la razón, pero una escultura o una pintura también pueden contener un mensaje social o una declaración política. El Guernica de Picasso es un ejemplo clásico. 

El cuadro fue comisionado por la Segunda República durante la guerra civil para la Exposición Universal de París de 1937. Picasso plasmó la destrucción de la villa de Guernica por la Legión Cóndor nazi el 26 de abril de 1937. Es una combinación única de elementos cubistas y expresionistas y su presentación provocó un profundo impacto y desató polémicas que hoy siguen vivas.

El muralismo mexicano utilizó las técnicas de la pintura para informar una visión del mundo y lo mismo se puede decir del arte religioso. 

Es en las obras del pasado en donde mejor se puede apreciar que la pintura, la escultura y la arquitectura tenían, a más de las expresiones propias de la creación, funciones no tan diferentes a las que hoy cumplen los medios masivos. Veamos algunos ejemplos:

La matanza de los inocentes de Pieter Breugel El Viejo (1565). El relato bíblico del infanticidio de Herodes ha sido un tema recurrente entre los pintores de la antigüedad y modernos, desde El Geronés en 1275 hasta Gjertson en 1991, pasando por Pisano, Fra Angelico, Mocetto, Aspertini, Tintoretto, Poussin, Castello, Doré y Rubens. Breugel lo usa para describir un episodio de la ocupación de los Países Bajos ordenada por Felipe II para reprimir la herejía calvinista y anabaptista, cuando la tropa española y un escuadrón de valones, al mando del Duque de Alba, masacran a los habitantes de un pueblo flamenco.

El cuadro, entonces, adquiere carácter de una declaración. Reseña un episodio histórico, pero es a la vez una denuncia. Provocó tal repulsión que eventualmente hubo de ser retocado para reemplazar con animales domésticos los dibujos de los niños que eran pasados a cuchillo por las tropas invasoras. Esto es el equivalente a la moderna eliminación de escenas en una película.

La ejecución de Maximiliano de Edouard Manet (1867). El artista pintó tres versiones, todas censuradas en Francia por razones políticas y una de ellas seccionada y recuperada entre 1890 y 1912 por Edgar Degas. Hoy se exhiben los fragmentos en la Galería Nacional de Londres.

Un mexicano educado en la historia de ángeles y demonios que se imparte en nuestras aulas puede experimentar sentimientos encontrados frente al cuadro, dependiendo si considere a Maximiliano salvador o anticristo. ¿Pero Manet? Por sus convicciones republicanas no era simpatizante de Napoleón III. Si examinamos la composición del cuadro y recordamos las circunstancias de la época, la conclusión es que nos encontramos no ante una obra de arte, sino frente a una pieza de propaganda política.

El fusilamiento de Maximiliano fue motivo de gran descrédito para el dictador sobrino del Corzo, quien primero alentó y apoyó la aventura mexicana de Maximiliano y después, con el retiro de sus ejércitos, le despejó el camino al Cerro de las Campanas. Es en este contexto que la intención de Manet debe considerarse. 

El peso del cuadro está en el pelotón de fusilamiento, no en los fusilados cuyo destino ha quedado sellado con la descarga. Pero los militares mexicanos visten uniformes franceses. El artista nos dice que fueron Francia y Napoleón, no México y Juárez, los responsables de la muerte de Maximiliano y sus generales. 

¿Que se derramó sangre real? No es cosa que concierna al Imperio y así nos lo dice el despreocupado jefe del pelotón, quien ajusta su fusil para el tiro de gracia. El mensaje del conjunto es una acerba crítica a Napoleón III. Así se entendió en su momento y ni una de las tres versiones pudo ser exhibida en Francia. ¿Le recuerda el lector el caso de La sombra del caudillo, la película maldita de la cinematografía mexicana?

La ejecución de Lady Jane Grey de Paul Delaroche (1834). Cuando se presentó en París, arrancó exclamaciones de dolor en la concurrencia y uno que otro desmayo entre las sensibles damas de la aristocracia. Habían transcurrido apenas 40 años de la decapitación de María Antonieta y la visión de otra joven reina momentos antes de sufrir la misma suerte conmovió al público.

Jane Gray era nieta de Enrique VII y fue proclamada Reina de Inglaterra en 1553 a la edad de 17 años, pero sólo ocupó el trono durante nueve días. Los seguidores de María Tudor la depusieron, fue encerrada en la Torre de Londres y decapitada el 12 de febrero de 1554. He aquí todos los elementos de una tragedia romántica (hoy llamada telenovela): una princesa joven, bella y virginal es atrapada en la lucha entre protestantes y católicos; los complotistas de la Corte organizan su coronación; el bando rival la derroca; se convierte en un símbolo incómodo para todas las facciones y es entregada al verdugo.

En el cuadro de Delaroche, la joven se dispone a colocar el cuello sobre el bloque de madera, gentilmente auxiliada por el Guardián de la Torre, frente a un verdugo de semblante grave y decidido. Jane Grey viste un fondo de satén blanco y lleva vendados los ojos. Es la imagen misma de la fragilidad, la inocencia y el desamparo. A un lado, una dama de compañía se ha desmayado, mientras que otra llora con el rostro contra la piedra, incapaz de atestiguar la escena.

Es en verdad una imagen conmovedora. La técnica realista y las dimensiones del cuadro (2.5 por 3 metros) dan al conjunto un aire trágico. Sólo que, a la manera de los productores actuales de telenovelas, Delaroche conocía a su público y se permitió algunas licencias para exprimir al máximo su sentimentalismo. En la realidad, Jane Grey fue decapitada en los jardines de la Torre de Londres, no en su celda. No le vendaron los ojos y vestía un ajuar completo. Y el pelo, que en la pintura es una cascada dorada, lo habría llevaba en un chongo. Puesto que se trató de un acto político que involucraba nada menos que la sucesión al Trono del Imperio Británico, fue atestiguado por un numeroso grupo. Así, de un hecho histórico documentado, el pintor construye un drama para mover a las masas. ¿Suena conocido?

Alegoría con Venus y Cupido de Agnolo di Cosimo di Mariano Tori, llamado El Bronzino (1545), es una de las pinturas más conocidas y apreciadas del manierismo, el estilo artístico de transición del renacimiento al barroco. Para el espectador moderno el primer impacto es el de una exquisita mezcla de texturas, colores y formas que se resuelve en un conjunto de fuerza y equilibrio: una Venus nívea recibe de Cupido un beso en el centro de un conjunto de personajes de posturas artificiosas y expresiones contrastantes. 

La beatífica expresión de la Diosa, la juguetona mirada del infante a la derecha, el anciano que extiende un brazo protector o la doncella que parece lanzar una mirada ausente a los demás personajes, nos arrancan expresiones de asombro y admiración. ¡He aquí una gran obra de arte!

Pero en su momento fue un cuadro erótico en la corte florentina de los Medici y en los salones de Francisco I de Francia, si bien hoy sus significados más ocultos no han sido del todo esclarecidos: domina el cuadro la figura de Venus, quien besa a Cupido, su hijo, al tiempo que con la mano derecha le sustrae una de sus flechas y en la izquierda sostiene la Manzana Dorada, regalo del pastor Paris. 

El niño que se acerca por la derecha es Frivolidad, quien además de estar a punto de arrojar sobre la pareja las rosas del placer, lleva en el tobillo los cascabeles del bufón de la Corte. A sus espaldas vemos el rostro de una bella joven que ofrece un trozo de colmena, símbolo del placer; pero un examen más detallado revela que sus manos están invertidas y su cuerpo es el de un monstruo cuya garra está entre las piernas de Frivolidad, mientras que con la otra mano sostiene el aguijón en el que culmina su cola escamosa. En la parte superior derecha, Tiempo impide que Olvido, representado por una máscara y una peluca, arroje su manto sobre la escena.

Los públicos del siglo XVI entendieron -y sin duda se regocijaron- con la trama: Venus se involucra en una relación incestuosa con su hijo, Cupido, quien cínicamente pisotea los votos de fidelidad marital de su madre, representados por la paloma en la parte inferior izquierda. 

Frivolidad ciega a la pareja a las consecuencias de su conducta, que además del engaño puede traer enfermedades, lo cual sería un amargo aguijoneo a su placer, posibilidad que también se les oculta. Sólo Tiempo podrá revelar la verdad de los hechos y frena la intención de Olvido para ocultarlos. 

Sabemos que El Bronzino modificó la obra conforme avanzaba en ella, y hay personajes que sufrieron hasta tres cambios de postura. Eso nos habla del carácter dinámico del arte, rasgo que no siempre es evidente para el espectador moderno, acostumbrado al movimiento en la pantalla del televisor. He aquí el sueño de la llorada Corín Tellado.

En Los Embajadores, cuadro pintado por Hans Holbein el Joven (1533), tenemos otra muestra de la naturaleza comunicativa y simbólica del arte pictórico. 

A primera vista es un retrato más para adornar la estancia de un palacio. Dos hombres jóvenes ricamente ataviados miran al espectador con aplomo y seguridad. A la izquierda, Jean de Dinteville, embajador francés ante la corte inglesa; a la derecha, su amigo Georges de Selve, obispo de Lavaur y enviado a la Santa Sede. 

Estos poderosos y jóvenes personajes -29 y 25 años respectivamente- tuvieron participaciones destacadas en los movimientos religiosos y políticos desatados por la Reforma.

Frente a una cortina de rico brocado, y apoyados en un elegante mueble, De Dinteville y De Selve parecen tomar un respiro a la mitad de alguna discusión filosófica, científica o teológica. En los entrepaños se agrupan diversos objetos propios de su interés, como libros, aparatos para la astronomía, globos terráqueos, instrumentos musicales, un compás y un catalejo.

Un extraño objeto en la parte inferior llama la atención y nos introduce a la multiplicidad de mensajes contenidos en el óleo: Los Embajadores es en realidad un apunte biográfico. De Dinteville simboliza la vida secular y De Selve la contemplativa. Hay entre los amigos un complemento y equilibrio perfecto. El objeto a sus pies, visto desde el ángulo inferior derecho, es una calavera humana, distorsionada, que no sólo simboliza la brevedad de la vida, sino que dice al espectador que, sin importar la condición económica, social o académica, todos deberemos rendir cuentas. 

Los objetos narran la vida de los personajes. Los instrumentos para medir el tiempo y para comprender el movimiento de los astros, hablan de lo que la racionalidad de aquel momento no podía comprender. 

Otros objetos se refieren a actividades mundanas: un globo, una mandolina, un libro de matemáticas, un estuche de flautas y un himnario abierto en la traducción de Lutero a “Viene el Espíritu Santo”, mensaje que en su época no pasó desapercibido, pues la Reforma protestante estaba en su apogeo. 

Incluso el diseño del piso es otro capítulo de la historia, pues se deriva de los símbolos cósmicos de la Abadía de Westminster. La cuerda rota en la mandolina simboliza ya sea la fragilidad de la vida o las consecuencias de los enfrentamientos religiosos; en tanto el libro de salmos un ruego por la unidad cristiana. Este cuadro en su época fue el equivalente a uno de los tomos de la Biografía del poder de Enrique Krauze.

 

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