Boris Berenzon Gorn

 Boris Berenzon Gorn.

Vivir en la periferia del sistema tiene costos claros y profundos. Meterse en las fauces del amo y atentar contra el establishment no es cualquier cosa, se pone en juego incluso los valores de la vida misma y la existencia. Tentar al poder desde la singularidad siempre ha sido devastador. Pensemos en figuras como Marilyn Monroe o más cercana en el tiempo Mónica Lewinsky, Will Smith  por mencionar solo tres casos en donde se establece un reto al poder y por ello un aviso de emergencia social o una “revolución del pudor” de la que habla Isabel Burdiel.

El laberinto jurídico en el que Julian Assange se encuentra inmerso ha caído recientemente en un nuevo abismo. El fundador de WikiLeaks se encuentra hoy a punto de encarar a un gigante al que cualquier individuo tiene pocas posibilidades de vencer. Después de que la justicia británica autorizara su extradición a los Estados Unidos, la suerte del activista parece cada vez estar más en manos de las voluntades que buscan, mediante su castigo, sentar un precedente capaz de desalentar al periodismo en el futuro. ¿Qué significa esto para los derechos humanos?

Hablar de Julian Assange hoy en día implica hablar también del suceso original que dio paso a su persecución. En 2010, el fundador de WikiLeaks accedió a miles de documentos secretos de los Estados Unidos, los cuales le permitieron hacer del conocimiento público una variedad de crímenes de guerra que la nación norteamericana había cometido en Irak y Afganistán. Para ello, contó con la colaboración de Chelsea Manning, exsoldado del ejército de este país, quien ha estado en prisión como consecuencia de estos actos, aunque fue indultada en 2017 por el entonces presidente Barack Obama.

Esta publicación significó un parteaguas en muchos sentidos. Para empezar, para el derecho a la información, que vio frente a sí una reivindicación ciudadana de proporciones hasta entonces inimaginadas. Después, por el enorme daño que significó para la imagen del gobierno estadounidense, que siempre parece velar por el respeto a los derechos humanos en el mundo, pero que ha sido capaz de ignorar sus propios principios durante estos conflictos bélicos. Finalmente, pero no menos importante, implicó también un quiebre para los principales actores involucrados, a quienes se buscaría desde entonces ajusticiar por distintas vías.

La situación de Assange siempre me ha parecido complicada, dado que la polarización que la rodea impide dar una opinión que no se encuentre en los extremos. Una cosa ha estado muy clara desde el inicio: lo fundamental es el respeto a los derechos humanos. Y lo cierto es que los de Assange peligran por haber denunciado intolerables abusos y atropellos. Para hacerlo se valió de rutas poco ortodoxas, eso es cierto, pero ¿cómo exigirle a la defensa de los derechos humanos que no utilice cuanta vía tenga disponible para demandar lo justo? Es allí quizás, en los medios y las formas, que las opiniones divergen y navegan en direcciones completamente opuestas.

Sin embargo, hace algunos días leí una oración que me parece que explica a la perfección el panorama y que muestra por qué es indignante para nuestras sociedades la cacería que se ha emprendido en contra del fundador de WikiLeaks. Se trata de un texto publicado por Amnistía Internacional, con el fin de recaudar firmas para ejercer presión social en contra de la extradición del activista, y cuyo núcleo se encuentra en esta cita: “Lo que hizo Assange es el trabajo habitual de los periodistas de investigación y no debería castigarse”.

Mirarlo de ese modo sin duda ofrece una nueva arista para quienes aún piensen que los castigos que pretenden imponérsele a Assange son de algún modo justos. La realidad es que la investigación que realizó se hizo por vías comúnmente utilizadas para exponer ante el público los abusos del poder. La información turbia que esconden las autoridades que utilizan el gobierno para transgredir la dignidad humana no se ha entregado jamás, en ninguna nación del mundo, mediante una solicitud de transparencia, o sus equivalentes. Es así que los periodistas de investigación deben valerse de filtraciones y otras herramientas

Por supuesto que eso no significa que los periodistas no deban sujetarse a las leyes y a la ética. Como cualquier otra persona, su actuar está regido por una serie de principios que funcionan en favor del orden y de los objetivos establecidos por cada nación. Sin embargo, ante las faltas, los Estados deben actuar siempre desde una perspectiva de derechos humanos, que no criminalice a los activistas y defensores. Este discurso presuntamente es entendido, e incluso promovido, por los Estados Unidos, pero parece que no es así cuando se trata de sus propios intereses.

La extradición de Julian Assange podría significar un grave peligro para su seguridad y su vida. De hecho, la vez anterior en que ésta fue negada se acreditó que, de concederse, se pondría en riesgo su integridad y que las posibilidades de suicidio serían muy elevadas. A lo que hay que añadir lo factible que resulta que en una prisión de Estados Unidos se le infrinjan tortura o tratos y penas crueles y degradantes. Frente al deterioro de su estado de salud, la extradición es hoy para Assange un enorme peligro.

Distintos intereses intervienen hoy en este caso; sin embargo, por encima de ellos deben colocarse la libertad de expresión y, en general, los derechos humanos.

 

Manchamanteles

Tras la caída de usuarios que Netflix ha venido experimentando, la plataforma de streaming ha ideado una estrategia que incluye acciones que quizás no hagan más que hundirla otro poco. Ejemplo de ellas es la grandiosa idea de cobrar cuotas extra por usar la misma cuenta desde dispositivos ubicados en locaciones distintas. Parece que el gigante conoce poco a sus usuarios y que se meterá el pie exigiéndoles algo que probablemente no estarán dispuestos a dar.

 

Narciso el obsceno

Dice el filósofo Byung- Chul Han  en su libro La sociedad del cansancio ( 2010) que el narcisista “Chapotea en su propia sombra hasta ahogarse en ella .”

 

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