Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
A propósito del aniversario de la expropiación petrolera -evento engastado con obsesión talmúdica en el ADN de nuestro imaginario colectivo- en tres entregas a lo largo de marzo recupero efemérides de la presidencia de quien por lo hierático de su temperamento fue bautizado como “la Esfinge de Jiquilpan”. Aquí la tercera.
Lázaro Cárdenas es una figura pilar en la construcción del México moderno, tanto porque saldó cuentas pendientes de la Revolución como por las medidas que tomó para la institucionalización del país.
Pero al cardenismo no lo distinguieron tanto sus políticas administrativas como su cercanía con el pueblo. Y la personalidad de su dirigente, que amalgamó una gran generosidad con frialdad militar y determinación política.
Lázaro Cárdenas del Río nació en 1895 en Jiquilpan, Michoacán, en los días de Gutiérrez Nájera y de José Martí. Vio la aurora del maderismo y el ocaso estrepitoso del porfiriato.
En la historia de México, su vida se extiende desde la muerte de Salvador de Iturbide y Marzán, a lo largo de la guerra civil, los regímenes posrevolucionarios, la contrarrevolución y la consolidación del moderno Estado mexicano.
Perteneció a una extraordinaria época de la historia de México, que tiene en su nómina nombres como los de Madero, Carranza, Calles, Obregón, Zapata, Villa, Alvarado, Ángeles, Vasconcelos, Caso, Siqueiros y muchos más que habrían sido gigantes en cualquier circunstancia. Una estación de grandes cambios y de grandes hombres cuyo sendero lleva del México semifeudal al México moderno.
Si infancia es destino, Jiquilpan fue el molde de la conducta que lo distinguiría como militar y político. En ese caserío misérrimo como la mayoría de los pueblos de aquel México rural, tuvo su aprendizaje de vida y nunca olvidó sus orígenes: las calles de tierra, las casas de adobe, la falta de agua, la ausencia de escuelas y de servicios médicos.
Ya presidente recordó en una entrevista que su padre, “a diferencia del 97.3 por ciento de los hombres sin tierra bajo Díaz”, poseía una minúscula y rocosa parcela de maíz y un caballo. ¿Está aquí la raíz de su cercanía con los desposeídos, su fe en el ejido, su respeto por la vida? Sin duda.
Cárdenas fue un hombre genial y primigenio cuya vida pública estuvo montada, según la aguda observación de Cosío Villegas, “no sobre el diamante de la inteligencia, sino en el macizo pilote del instinto”.
Supo convertirse, “por convicción, pero asimismo por habilidad política”, en la “conciencia de la Revolución Mexicana” y durante los 30 años posteriores a su salida del poder su prestigio fue en ascenso.
Dos décadas después de dejar la Presidencia de la República, en 1961, Cárdenas rememoraría: “Yo no estuve en ninguna universidad. Cursé hasta el cuarto año de la escuela primaria en Jiquilpan. Pero mi aprendizaje lo realicé en la universidad del campo mexicano. Mi espíritu se templó en las enseñanzas que recibí del pueblo”.
Desde joven llamaba la atención por su carácter reservado y meditativo bajo el cual albergaba grandes esperanzas.
En un diario iniciado a mediados de 1911 consignó: “Creo que para algo nací. Vivo siempre fijo en la idea de que he de conquistar fama. ¿De qué modo? No lo sé”.
En 1913 inicia su vida militar al lado del general Guillermo García Aragón como escribiente de su estado mayor. Como soldado, es de convicciones firmes, leal a sí mismo, generoso e incluso compasivo y no sigue la práctica común de fusilar sin mayor trámite a todo prisionero.
Abundan los testimonios de que se mantuvo ajeno a los excesos sanguinarios comunes entre las fracciones en lucha, algo que habría de diferenciarlo de la clase militar y política de la época.
En marzo de 1915 conoce a Plutarco Elías Calles y entre ambos militares nace una corriente de simpatía. El antiguo profesor de primaria, siempre a la búsqueda de discípulos, apoda “Chamaco” al teniente coronel necesitado de un reemplazo para su padre muerto. Calles habría de formar políticamente a Cárdenas y eventualmente le allanaría el camino a la Presidencia de la República.
Su patriotismo tenía raíces profundas fortalecidas en la ausencia de apetitos de poder y dinero. ¿Un Cincinato? Así se antoja. Al estudiar su vida aparecen todas las virtudes atribuidas a Lucio Quincio Cincinato: rectitud, honradez, integridad, frugalidad y ausencia de ambición personal. Veo confirmada esta comparación cuando se niega terminantemente a mantener jirones de poder tras el fin de su gobierno y rechaza la existencia de una corriente política “cardenista”.
Fue un luchador eficaz e implacable. Y un sobreviviente. En la historia posrevolucionaria de México la figura de Lázaro Cárdenas tiene proporciones casi míticas: Cárdenas el revolucionario; Cárdenas el organizador de las instituciones del Estado corporativo mexicano; Cárdenas el expropiador del petróleo; Cárdenas el centinela de la Revolución; Tata Lázaro, amparo de los marginados y los desprotegidos cuyo aniversario luctuoso es, hoy en día, una fiesta religiosa en pueblos de Michoacán.
La de Cárdenas es una figura y memoria que polariza la visión y el juicio de biógrafos y estudiosos de todo el espectro político e ideológico mexicano.
“General misionero”, lo santifica uno, mientras que otro lo critica por la mediocridad de su gabinete y alguno más lo ensalza como encarnación de una nueva categoría de fraternidad en el campo mexicano.
Abundan opiniones de contemporáneos que son pinceladas para el retrato del personaje.
Alejandro Gómez Arias consideró que Cárdenas no se distinguió por un genio político deslumbrante o sobrenatural, sino por el cambio que proponía. “Lo extraordinario de los últimos años del cardenismo es su notoria contradicción: Cárdenas, siendo una figura tan importante y con tanta claridad política, estaba rodeado por un grupo de hombres ciertamente improvisado y, en algún caso, oportunista”.
Gonzalo N. Santos, el cacique potosino que fuera prototipo de los políticos “a la mexicana”, expresó que si bien los cardenistas profesionales lo pintaban como un San Francisco de Asís, eso era lo que menos tenía. “No he conocido ningún político que sepa disimular mejor sus intenciones y sentimientos como el general Cárdenas; era un zorro”.
Para el periodista y político Vicente Fuentes Díaz, Cárdenas parecía un hombre quieto y frío, imperturbable, a veces hasta inexpresivo y de poca actividad, pero era de sagacidad extraordinaria que sabía mover sus piezas y moverlas bien, en el momento oportuno, sutil, silenciosa, inteligentemente.
Francisco Martínez de la Vega, también periodista y político, lo juzgó como un hombre excepcional dotado de la grandeza de preocuparse por lo pequeño, por lo individual, con la misma ternura, la misma generosidad y decisión que por lo grande y colectivo.
No es fácil recuperar la esencia telúrica de un hombre que ha adquirido dimensiones epónimas. En el caso del general Cárdenas la dificultad se acrecienta por lo polifacético de su vida pública −y lo hermético de la privada− ya como militar, ya como gobernador de Michoacán, ya como presidente de la República y a lo largo de los años como figura siempre presente en el México moderno.
Quizá su rasgo sobresaliente, aquello que lo diferenció y le permitió avanzar en la cosa pública, fue una descomunal intuición política y una formidable capacidad para entrar en sintonía con la masa.
Cárdenas pudo mantenerse a flote sobre el escurridizo y pantanoso suelo político de México porque tuvo las cualidades del tezontle: porosidad y dureza. Por ello la permanencia de la figura de Tata Lázaro.
Sin embargo, y quizá por razones parecidas pero en sentido inverso, el cardenismo trascendió como lema de la Revolución pero no como doctrina para la construcción del país que soñaron los constituyentes de 1917.
Que después de 84 años la figura del General y el episodio de la expropiación sigan en el centro de la discusión sobre el rumbo del país, confirma el peso de la sombra de Cárdenas entre nuestra clase política.