Boris Berenzon Gorn.
Frente a nosotros se abren las puertas del caos, un escenario marcado por los desafíos para las columnas que sostienen al mundo de hoy —la democracia y los derechos humanos— y para la vida misma. A unos cuantos días de iniciada la invasión rusa en Ucrania, el panorama sigue siendo incierto. Más allá del fin del conflicto, nuevas amenazas aparecen en el horizonte, recordándonos que la posibilidad de un mundo distópico está más cerca de lo que imaginamos.
¿Será que existe ya hoy una sociedad imaginaria constituida de tal modo que resulta absurdo escapar de la misma y cuyos dirigentes logran profesar una poderío general sin limitaciones de separación de poderes, sobre los pueblos?
Lejos han quedado ya los días en que los gigantes del mundo digital esgrimían el mito de las redes sociales como el punto más alto de la libertad de expresión sin mostrar tan cínicamente que sus historias eran un castillo de naipes en el aire. Antes, cuando menos, se esforzaban un poco por guardar el maquillaje y aparentar que lo que los movía era el altruismo y no sus fríos intereses empresariales.
Desde la toma del Capitolio, que antecedió la salida de Donald Trump de la Casa Blanca, las grandes empresas de las redes sociales empezaron a mostrar parte de su verdadero color. Al sofocar los mensajes del ex presdiente —cargados de odio y desinformación—, los gigantes de las redes nos recordaron lo que ya sabíamos, pero nos negábamos a ver: que eran empresarios con intereses económicos y políticos, que responden poco a los tribunales o entes reguladores. Porque en sus manos no sólo hemos puesto el anhelo de la libertad de expresión, el acceso a la información y la participación ciudadana. Sino el poder de veto y de censura que debería estar a las autoridades competentes para casos estrictamente excepcionales.
Mucho se criticó el actuar de los empresarios, pero algo se perdió de vista: las redes sociales no forman parte del aparato estatal y sus dueños no son sujetos obligados al nivel que lo son los funcionarios públicos. Atienden, entonces, a sus propias agendas, sin que podamos reclamar con muchos elementos lo contrario. El problema no era que silenciaran a Trump, sino que lo hicieran sin autoridad alguna capaz de asumir tal potestad, bajo un entorno de excepción, y bajo el amparo de la ley.
Hoy, escudados en la guerra, y asumiendo de lleno el papel de un nuevo poder equiparable al Legislativo, al Ejecutivo o al Judicial, los gigantes de las redes sociales toman la decisión de permitir temporalmente la circulación del discurso de odio. Contrario a las Constituciones de los países en los que operan y a una variedad de tratados internacionales de derechos humanos, los gigantes de Silicon Valey deciden cuáles derechos, y de quiénes, pueden ser pisoteados.
De manera temporal, Meta —empresa dueña de Facebook e Instagram— ha permitido la publicación y difusión de amenazas de muerte y discurso de odio en contra del presidente Vladimir Putin y de los “invasores rusos”. Con el estado de excepción como pretexto, las redes sociales se erigen como la nueva entidad que define los límites de la dignidad humana y cuándo ésta puede ser pisoteada.
Semejante atrocidad parece digna de las peores distopías. Porque el discurso de odio, bajo cualquier circunstancia, es inadmisible, como lo es toda invitación a la violencia. Toda forma de racismo es igualmente repudiable y no deberíamos permitírnosla ni siquiera en nuestros más bajos momentos. Sin embargo, hoy llegan las redes sociales a pretender enterrar lo que durante décadas ha intentado reivindicar la humanidad: los derechos humanos de todas las personas.
Podrá excusarse el actuar de los gigantes de Silicon Valley argumentando que Putin es el enemigo. Y, aunque es completamente cierto que no hay justificación para la violencia y los desalmados ataques en contra de un pueblo, no puede dejar de subrayarse que tampoco hay justificación para las incitaciones al odio y a la violencia. Porque los mensajes que hoy circulan en estas redes no van a detener la guerra, pero sí van a lastimar profundamente nuestros lazos de empatía y solidaridad, incrementando las diferencias y el racismo, en un fenómeno que quizás no se cure en décadas.
Más allá de que este actuar fuera justificable o no, lo terrible es el poder que han adquirido los gigantes de las redes sin que no haya prácticamente ningún gobierno al que deban responderle. Hoy el argumento es la guerra, pero mañana puede ser cualquier otro. Hoy el blanco es Putin, ayer lo fue Trump, pero mañana puede ser cualquier otro.
Recientemente, el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, aseguró que un escenario de conflicto nuclear está dentro del “ámbito de lo posible”. Ante este panorama complejo, y, como él mismo lo llamó, escalofriante, es difícil no pensar que la distopía está frente a nuestros ojos. Ojalá seamos capaces de reconocerla —y de detenerla— antes de que pase de la ficción a la realidad.
Manchamanteles
Hoy, más que antes, a los líderes mundiales les urge dar por terminada la pandemia. Lo que necesitan es una economía lo menos dañada posible, capaz de sortear los retos que la invasión rusa y sus respectivas sanciones causarán. En el mundo de hoy, no hay tiempo para lamentar las catástrofes pasadas, porque se tiene ya que paliar las nuevas.
Narciso el obsceno
Los hijos convertidos en reyes y supremos de nuestros días, serán los futuros narcisos del mañana. Narcisos educados entre narcisos.