Por. José C. Serrano
A partir de algunos estudios de antropología cultural realizados por Claudio Esteva Fabregat (Marsella, Francia, 1918- Barcelona, España, 2017), quien, tras la Guerra Civil española, se exilió en México en 1939. En 1955 obtuvo el título de maestro en ciencias antropológicas (especialidad de etnología) en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), es imposible trazar interrogantes respecto a las características de la familia latinoamericana, la mexicana incluida: ¿Se trata de una familia patriarcal, como dejan entrever o declaran incluso frontalmente muchos estudios de género actuales, que consideran el machismo como el principal problema y, lo identifican entonces con el patriarcado occidental?
En buena medida a contracorriente se podría sostener que, culturalmente hablando, la familia latinoamericana no es un patriarcado (así sea el lugar del paternalismo), sin que deba negarse la existencia del machismo, entendido en esencia como el derecho al ejercicio de la fuerza física o su ejercicio real basado en la superioridad del hombre en este terreno, lo que implica violencia doméstica.
Con lo ya dicho, se considera que la familia latinoamericana no responde del todo al estereotipo patriarcal, ni a las prácticas patriarcales de algunas latitudes. Cabe la pregunta: ¿Se acerca, entonces, la familia latinoamericana al matriarcado, entendido no como hembrismo, sino como poder doméstico y social de las mujeres? Se verá que sí, al menos en mayor medida de lo que suele pensarse, aunque sin llegar a un matriarcado propiamente dicho, salvo en conocidas excepciones de algunos lugares de México, como el caso de Juchitán, Oaxaca.
En algunos ámbitos, tal parece que la familia latinoamericana encierra algo de lo que ciertos autores han llamado ginecocracia (gobierno de las mujeres). ¿Queda, entonces, el asunto en algo mixto?
No es tan simple obtener una definición clara, porque las figuras masculina y femenina, en la medida en que están escindidas, no cumplen con roles familiares íntegros ni delimitados desde el punto de vista simbólico. Están separadas, porque la familia latinoamericana es al mismo tiempo el lugar de transmisión, no de aprendizaje propiamente dicho, de relaciones de fuerza y de negociación de posiciones y concesiones.
En el primer caso, se suplanta a la autoridad y, en el segundo, ésta se confunde con el poder. En la familia y en la descendencia se juega con el anhelo de ser eterno y con el “desenfrenado deseo de la posteridad”.
En la familia latinoamericana el padre no tiene empacho en exigir a su propio hijo obediencia, que es en realidad sometimiento, ni en castigar físicamente el desacato. Esteva Fabregat sostiene que en México las relaciones familiares son relaciones de dominación y subordinación. Llama la atención que la distancia entre padre e hijo -que impide las confidencias- se deba a “la idea de que el padre no ha de intimar con sus hijos, ya que esta clase de relación lleva inherente la pérdida de temor que deben tener lo hijos al progenitor”.
Dentro de este régimen ginecocrático, la mujer latinoamericana se aproxima con frecuencia a los dos elementos cruciales de dicha ginecocracia: la santidad del sacrificio femenino y la “voluptuosa sensualidad, que el macho busca con insistencia.
En la víspera del día internacional de la mujer y, durante el martes 8 de marzo, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum Pardo, encabezó reuniones con sus dilectas amigas, así como con la masa morena. Discursos alusivos a la defensa de las mujeres mexicanas y del mundo, rematados con la consigna anticipada: ¡Presidenta, Presidenta, Presidenta!, que, por supuesto, a la gobernante le gratifica, porque tiene el sabor del triunfo imaginario. Para llegar a la Primera Magistratura debe labrarse su propia impronta; la que usa cotidianamente es una copia al carbón de la que ostenta el jefe del Ejecutivo federal.