Boris Berenzon Gorn.
Las sociedades igual que los organismos sueles somatizar aquello que no logran procesar, incorporar o digerir. somatizar y consiste entonces en transfigurar inconscientemente las emociones en síntomas que perturban nuestra salud personal o la social.
La pandemia de COVID-19 no nos ha enseñado mucho, pero lo hemos o somatizado o diluido en el olvido, llegó el momento de aceptarlo. Como sociedad y como especie, lo que somos hoy es lo mismo que éramos iniciando el 2020. Con más inflación y algunos con cubrebocas —otros ni eso—, pero iguales a fin de cuentas. Mucho se habló en los espacios de opinólogos sobre las mil y una lecciones que este virus dejaría a la humanidad; hoy, con tanto camino recorrido, no nos queda más que mirar atrás y soltar el trapo de la ingenuidad con la que esperábamos encontrar una utopía a la salida de este túnel.
Para empezar, sobra decir que el túnel ni siquiera ha terminado. En todo el mundo, la gente sigue muriendo de COVID. Incluso personas vacunadas una, dos y hasta tres veces. Lo que cambio es quizás el lente con el que miramos su fallecimiento: antes era de alarma, hoy es de normalidad. Dicho de otro modo, parece que ya no nos importan sus muertes. Hoy lo que urge es aceitar la maquinaria del sistema de consumo y favorecer que la gente retome la confianza para que ponga su dinero en esas áreas del mercado que descuidó por comprar en línea.
Las múltiples variantes de este virus pretendían hacernos entender una lección: que estamos frente a un fenómeno del que entendemos poco y que somos prácticamente incapaces de predecir. Aún así, como si la naturaleza se guiara por los decretos humanos, nuestra especie declaró sin evidencia que ómicron sería la última variante. La Organización Mundial de la Salud (OMS) dijo que esto quizás no fuera así, los expertos dijeron que quizás esto no fuera así, pero igual no nos importó, nosotros ya habíamos decretado que ésta era la última y punto. No estaba sujeto a discusión. Si en el futuro —y ojalá que no— llega otra variante más peligrosa, nos agarrará como al tigre de Santa Julia. Todo porque decidimos o no podemos aprender absolutamente nada.
Conforme avanza el proceso de gripalización del virus —es decir, el empezar a tratarlo como la simple gripa que aún no es, en vez de como una pandemia— van quedando en el olvido las promesas ridículas que hicimos en el pasado, como los enamorados que se bajan la luna y las estrellas en las primeras semanas de delirio. En 2020, en medio del dramatismo causado por el encierro y la pandemia, las columnas de opinión y las redes sociales se llenaron de juramentos absurdos sobre el mundo empático y solidario que construiríamos al salir de nuestras casas. Para muchos, esos propósitos no llegaron ni a la segunda ola de COVID. Tan pronto tuvimos un dejo de normalidad, les dimos a esas intenciones el mismo uso que a un rechoncho y suave rollo de papel sanitario.
La invasión rusa en Ucrania es solo una muestra de las pocas lecciones que aprendimos en este caos. Tan pronto tuvimos oportunidad, volvimos a comportarnos como los depredadores que somos. Aquí estamos otra vez, arrojándonos piedras los unos a los otros y justificando la agresión asegurando que era “la única salida”.
Las emergencias globales no dejan de surgir y, en vez de que ello nos llevara a buscar respuestas integrales, cada nuevo sobresalto nos hace olvidar el anterior. Poco a poco, los objetivos hechos en el caos de la pandemia van quedando enterrados por las cenizas de los incendios más nuevos y a nadie le importa ya haber dicho antes que contribuiría a fortalecer los lazos de empatía en la humanidad. Es así que palabras como ésa van perdiendo su sentido y convirtiéndose en parte del mismo discurso añejo con el que los líderes pretenden hacerse del control de las masas.
Hace pocos días, el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC) presentó su más reciente informe con perspectivas nada alentadoras. Casi la mitad de especies podrían extinguirse en las próximas décadas, mientras la mitad de la población humana es ya vulnerable al cambio climático. La alerta ha estado encendida durante años y cuesta imaginar una razón para que esta vez sí sea escuchada. Más que darnos advertencias, el IPCC parece estar leyéndonos el futuro.
En un mundo donde la prioridad sigue siendo la guerra y la devastación, parece imposible que de buenas a primeras los líderes mundiales se den un abrazo y decidan trabajar por la sostenibilidad. En un par de años, si Trump vuelve al poder, un futuro amigable para las generaciones venideras se verá incluso más imposible.
Tragedias van, tragedias vienen y la humanidad parece no aprender nada en términos de una mejor convivencia con la naturaleza y sus congéneres. Es cierto, “era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”, pero la realidad es que hay una cuenta regresiva que no juega a nuestro favor y no estamos respondiendo con la celeridad necesaria. Como en los inicios de la pandemia, hoy, frente al escenario bélico que tiene en vilo al mundo, muchos estarán haciendo reflexiones y promesas huecas que no piensan cumplir. Pero el planeta ya no está para buenas intenciones postergadas; lo que necesita es acciones firmes a la brevedad.
Manchamanteles
Las apariencias engañan. El juego de las apariencias se basa en el secreto y la mentira, en el optimismo imaginario, y es por ello que muchos naufragan en él. “¿Quién soy yo?”, es una pregunta que no debe parecernos extraña, porque las reglas, muy sutiles, no están trazadas, y las experiencias exóticas difícilmente nos sirven.
Narciso el obsceno
Narciso justifica su existencia en la vigilancia, validación y admiración de los demás.