Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

Hace seis años, Donald Trump descubrió el poder que le abriría paso hasta el Despacho Oval: el de la desinformación. Sin éste, el magnate posiblemente se hubiera desinflado tras el primer embate. Su campaña estaba claramente fundada en un revoltijo de gritos sin argumento que no habrían podido sostenerse sin el potencial dinamitante de la mentira. Es cierto, la fuerza latente de las crisis estaba también presente. Sin embargo, Trump carecía de cualquier elemento capaz de convertirlo en un líder. El camino hacia el dorado fue uno que el establishment demeritó, pero que le abrió las puertas a este personaje de par en par: el mundo digital. Hoy, Trump planea renovar este poder y tomar sus riendas, impidiendo que sean otros empresarios quienes saquen partido de él, mediante una nueva red social.

Hace diez o veinte años, los artilugios con los que Trump hubiera contado para hacerse del poder habrían sido pocos o no lo suficientemente potentes. Más allá de que el contexto habría hecho imposible su surgimiento, el magnate no habría contado con un arsenal bajo el brazo capaz de llevarlo a la Casa Blanca. Sus sobrados recursos le habrían construido, sin la menor duda, una campaña reluciente, pero no habrían podido hacerla lo suficientemente exitosa como para llegar a la cumbre por las urnas.

Y es que Trump no es un líder carismático. O, en todo caso, su carisma se desmorona ante la oscura realidad de su interior. Para Gabriel Tarde, el líder carismático es el que “ejerce un poder irresistible sobre las naturalezas débiles”, a las que brindan dirección. Para Max Weber, se trata de un ser “revolucionario y creativo”, que abre las puertas de un “nuevo futuro”. Ninguna de éstas son cualidades del magnate, aunque otras subrayadas por Gustave Le Bon, como el éxtasis mostrado ante las ideas propias, sí están fuertemente presentes. De cualquier modo, todas estas virtudes habrían perdido su brillo ante los ojos de la masa de no ser por el momento histórico en que surgió Trump: en la era de la posverdad y de la desinformación.

La posverdad es un concepto utilizado para referirse a la poca influencia que los hechos objetivos y racionales tienen sobre la opinión pública. Es el fenómeno en el cual las masas y los individuos restan importancia a ciertas informaciones y sólo se la dan a aquellas que fortalecen su modo de pensar. Desde esta óptica, sólo es verdad lo que se quiere que sea verdad, por mucho que la razón y las pruebas apunten hacia otro lado. Ello, combinado con la desinformación, genera la comunicación caótica y pragmática en la que estamos hoy inmersos.

Trump llegó al poder en un mundo donde las mentiras ya no eran catalogadas como tales, sino como “verdades distintas”. La web 2.0, con sus canales controlados por Silicon Valley e inflamados por el enojo de las masas, le permitían hacer correr la desinformación que coronaba sus falsedades como certezas. Todo ello, en un contexto en el que las redes sociales se presumían el punto máximo de la democracia y de la libertad de expresión. De una libertad que hoy ha quedado reducida al valor de un tweet, como reducida quedó la participación ciudadana a etiquetar a un funcionario y recordarle a su madre.

Trump sabe que sin estos fenómenos de contaminación de la información y de manipulación de la verdad nunca hubiera gobernado. Tampoco sin el mito de las redes sociales como la cumbre de la democracia y sin la capacidad de las empresas de gobernarlas. Sin embargo, sabe también que hoy todo ese poderío se encuentra en manos que no son afines a él. Por eso ha decidido darle una sacudida al mercado.

Esta semana salió a la luz una nueva red social desarrollada por Trump Media & Technology Group: Truth Social. Después de una serie de dimes y diretes entre el expresidente estadounidense y los gigantes Twitter y Facebook, y tras ser expulsado de ambas, el magnate decidió llevar la guerra hacia otros frentes. Fue gracias a estas dos redes que Trump pudo hacerse de gran parte de su poderío, pues era a través de ellas que generaba las avalanchas de desinformación que llevaron a eventos lamentables como la toma del Capitolio. El ex presidente ha descubierto que el poder que tienen entre manos Twitter y Facebook es inimaginable y aún no ha sido del todo explotado.

De momento, ese poder le consiguió la presidencia y levantó una masa capaz de transgredir un edificio simbólico del Estado. La web 2.0 no nos trajo la democracia, pero sí nos entregó esos fenómenos de masas enfurecidas que Silicon Valley pretenden disfrazar de participación ciudadana. Trump ha notado el fenómeno y no piensa dejar de beneficiarse de él.

Truth Social no se presumirá la cumbre de la democracia, pero es, sin la menor duda, la cumbre de la posverdad. Y es que sus usuarios, en vez de publicar tweets , publicarán truths; es decir, verdades. Ésta será la red de quienes piensan que todo lo que sale de su boca (de la propia y de la de Trump) es una verdad absoluta, sin necesidad de pruebas y sin necesidad de ser refutada. La web 2.0 no acaba de sorprendernos con sus desfiguros y ésta es una muestra.

 

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