Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
No falla. Es un siniestro tropezón invernal cuando la resaca del año anterior no cesa y el horizonte del que comienza está nebuloso.
También podría ser el paso de los años que ya atisban la centuria: naturalmente las conexiones sinápticas comienzan a chisporrotear y se pierde el foco sobre los trascendentales asuntos que un columnista debe abordar.
En otras palabras, estoy frente a la página en blanco. Así que como cada febrero desde hace algunas décadas, desahogaré una ensalada de temas breves que se han ido quedando en el tintero de JdO.
Leo con retraso “El regreso de Robin Hood” de Martín Caparrós y se me erizan los vellos desde el cogote hasta la zona sagrada.
El gran entrevistador, el periodista implacable que partió a la India en busca de Sai Baba, el riguroso maestro de literatura y periodismo que una vez declaró ante sus alumnos: “Me gusta salir a hacer una crónica porque me parece que me pongo primitivo, que recupero ese atavismo del cazador que sale a ver qué encuentra”…, ése mismo, ¡se compró una Kindle!
No se requiere de mayor prueba de la decadencia de Occidente. Puse veladoras para que desde el Monte Sagrado de los Libros se lance un rayo que funda la Kindle de Caparrós antes de que su felonía se convierta en mal ejemplo y cunda entre una juventud de por sí ayuna de valores.
En mi archivo encuentro otra noticia pasada que leo como heraldo de los tiempos conservadores y derechistas que nos ahogan: el venerable Museo del Orsay fue a los tribunales para demandar a una empresa de lencería.
La historia es que un ramillete de frescas, guapérrimas, correteables (y alcanzables) chicas se presentó en la galería. Las zagalas se quitaron los abrigos y tocadas con breves y vaporosas prendas de transparente seda oriental, danzaron entre los provectos visitantes que según testimonios en youtube para nada se escandalizaron.
Era un alegre happening. Pero los desabridos y severos patronos de la institución, cual personajes de Intolerancia (1916, dirigida por David Wark Griffith), desempolvaron los cilicios, aceitaron el potro, alinearon la dama de hierro y se lanzaron a la caza de las inmorales que mancharon el recinto.
No queda claro si además de cárcel y multa para las pecatrices y sus patrocinadores, la directiva del Museo del Orsay organizó un Tedeum y procesiones de desagravio.
Leo sin falta los artículos de Jesús Silva Herzog en Reforma. Es sin duda uno de nuestros comentaristas más sólidos. Pero de vez en cuando equivoca el camino.
Hace tiempo, por ejemplo, criticó a los camaradas del PT que todavía andan por los rincones con vestiduras rasgadas, crujir de huesos y ceniza en el pelo por la desaparición de Kim Jong Il, heredero del llorado Kim Il Sung.
Chucho es demasiado joven para comprender el dolor que asaetea el alma de los viejos cuando sienten que la historia se les escapa entre los dedos nudosos.
El Amado Líder, que durante venturosos años condujo a las masas a la felicidad en el carrusel de su “Revolución Permanente”, fue un santo en vida, la encarnación de la nación, la patria y el pueblo norcoreano.
Muestra de su universalidad democrática fue que él mismo recibía en Pyongyang a delegaciones de intelectuales y periodistas mexicanos que hasta allá peregrinaron para dar fe de la nueva luz.
Entre los viejos periodistas que tuve la fortuna de conocer, la ruta Pyongyang – Pekín – Praga – Harare – La Habana, era más célebre que el Camino de Santiago.
En el frescor de santuarios de la cultura como “El Nivel” (arteramente desmantelado por los templarios de la UNAM), el “Bar Negresco” y “La Castellana”, escuché de queridos amigos, hoy enviados especiales al más allá, aventuras en Corea del Norte que dejaban chiquito a Ulises y hacían de Miguel Strogoff un mandadero.
Y supe de espectaculares hazañas del Amado Líder. Recuerdo dos en particular.
En la provincia de Hwanghae, Kim Il Sung visitaba a floricultores en crisis por la sequía, la falta de créditos y la competencia desleal de los odiados conservadores y capitalistas, únicos causantes de los males presentes. El líder comprendió que el problema no era económico, de producción o del clima, sino del deterioro del celo revolucionario.
Así que los arengó y su homilía revivió la llama de la revolución, con lo que las flores se multiplicaron y medraron en color y perfume.
Poco después se presentó en una cooperativa editorial en donde encontró un panorama sombrío. Las revistas y periódicos perdían lectores; los libros languidecían en los anaqueles. De nuevo el gran hombre detectó las causas: los redactores, los fotógrafos, los poetas y los diseñadores habían caído en la autocomplacencia y en el personalismo pequeñoburgués.
El Amado Líder procedió a corregirlos y como padre amoroso los llevó por el camino de la autocrítica revolucionaria, con lo cual regresaron al mercado y capturaron lectores en las provincias más alejadas.
Así que más respeto a las nostalgias revolucionarias, señores analistas.
También recupero un video que muestra a cuatro marines en Afganistán orinando sobre cadáveres de supuestos talibanes, episodio que puso a los fariseos del planeta con el grito en el cielo.
Dura poco menos de un minuto, y en el audio se alcanzan a escuchar las risas de los jóvenes. Uno de ellos dice que “a esos compas les hacía falta una ducha”, mientras se sube el zíper y se aleja satisfecho por el deber cumplido.
En Washington, los funcionarios del gobierno que ordenó la invasión, los legisladores que aprobaron los millones de dólares que costó, los mandos que llevaron a miles de jóvenes a la muerte y los supervisores de Abu Ghraib y Guantánamo en donde se torturaba a los revolucionarios, se mesaron los cabellos y se rasgaron las túnicas por el brutal espectáculo.
Todo porque unos muchachos de Alabama o Kentucky que no terminaron la high school se comportaron como millones de sus compatriotas wasp que ven en los demás pueblos a seres inferiores dignos de ser meados.
¿Exagero? Creo que no. Seguro estoy que esos chicos acabaron en una celda de Fort Bragg preguntándose qué fue lo que hicieron mal.
Después de todo eran herederos de valerosos soldados como el coronel John Pickett, enviado a México en 1863 por el presidente confederado Jefferson Davis. Este mentecato, antecesor en línea directa de Donald Trump, reportó que los mexicanos éramos “una raza de mandriles degenerados… ladrones… asesinos… villanos y parias…”.
Además expuso las enormes ventajas que la Confederación obtendría de los ilimitados recursos agrícolas y minerales de México, así como de la posesión de la invaluable vía del Istmo de Tehuantepec… “Los españoles”, explicó, “son ahora nuestros aliados naturales y en alianza con ellos podemos tomar posesión del Golfo de México y llevar a cabo el reparto de este magnífico país”.
O quizá se sintieran descendientes del presidente con apodo de osito, Teddy Roosevelt, quien al referirse a quienes pedían respeto a los pueblos originarios que eran masacrados en África dijo muy campante: “Es verdaderamente estúpido, inmoral y perverso […]. Todos los seres humanos con mentalidad sana y amplia deben rechazar la idea de que esos continentes se deben reservar para las tribus dispersas y salvajes, cuya vida es poco más o menos tan sin sentido, miserable y feroz que la de las bestias con las que conviven”.
El padrecito Stalin y el tío Adolfo habrían suscrito sin chistar esta idea. Así que ¿por qué tanto escándalo por unos pobres muchachos en uniforme que sólo repetían una conducta aprendida?
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