Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
Cuando vemos una película, leemos un poema, un cuento, una novela, una pintura… en fin, cada vez que tenemos la oportunidad de atestiguar la capacidad creativa de los humanos, esa que nos asombra, que nos reconcilia con nuestra especie, que nos apasiona y que nos hace sentir que vale la pena estar aquí para disfrutar de esos productos del género humano, también nos lleva a enamorarnos de una visión idílica del trabajo creativo y nos imaginamos a los poetas malditos y a los artistas atormentados, sin comer, sin dormir, ansiando la visita de las musas para plasmar su arte.
Pero en los tiempos que corren me parece que esa imagen está cada vez más fuera de la realidad. Es preciso reconocer que en el mundo globalizado, la creatividad también está sometida a una mayor competencia. El arte ha entrado, con mayor énfasis debido a la globalización, en un mercado mucho más grande.
El acto de crear es producto del trabajo, la disciplina y el conocimiento. El proceso creativo, sin embargo, tiene un ingrediente misterioso.
Jean Paul Sartre, refiriéndose a quienes denostaban al poeta Paul Valéry por ser un burgués, se preguntaba, en un silogismo que es como un golpe seco: “Paul Valéry es un burgués. ¿Por qué, entonces, no todos los burgueses son Valéry?”
Ejemplos sobran. Viene a mente la anécdota, que mi fuente veracruzana jura es verdadera, pero si resultase leyenda urbana no dejara de ser ejemplar, sobre la creatividad del “Flaco de Oro”.
Fue durante los alegres cuarenta mexicanos. Va así: en una fiesta muy espirituosa, avanzada la noche y evaporadas las inhibiciones, un mentecato se tomó la libertad de pontificar sobre las dotes creativas de Agustín Lara mientras tarareaba “María bonita”.
“Claro –expresó despectivamente el sujeto-. Si compone buenas canciones ¡es porque fuma marihuana!”
El infeliz no se percató de que a sus espaldas, Lara escuchó el comentario. Flemático como era el gran Flaco, se aproximó, produjo una cigarrera de oro, la ofreció al bellaco y con voz clara y cortés le dijo: “Tome… ¡componga usted!”.
¿Por qué no todos los estudiosos, conocedores y disciplinados son buenos artistas? Hay un ingrediente misterioso en el proceso creativo que está ligado a factores inefables.
Creo que puede estar vinculado a un acto de rebeldía, a una incapacidad para aceptar las cosas tal como las encuentra el artista en un momento determinado, sea en literatura, en cine, o en cualquiera de las artes.
No por lugar común deja de ser menos verdadero que en las artes los temas originales se agotaron hace algunos cientos de años… y que lo único novedoso es la forma en que se abordan.
Desde la saga de Gilgamesh, pasando por el Siglo de Oro, el modernismo, el estridentismo, la novela de la Revolución, el realismo mágico y todas las corrientes reales o por inventarse, los temas originales pueden contarse con los dedos de una mano.
Por ejemplo, el amor. Muchacho conoce a muchacha. Cupido o Eros, o ambos, los asaetean. Natura toma su curso. Unos años después unos adolescentes en Crimea o en los Altos de Chiapas se preguntan cómo fue que llegaron ahí.
¿Qué tiene de original Los puentes de Madison? Un reciclado de una historia de amor idéntica a las que tuvieron lugar en Altamira o en Teotihuacán hace algunos cientos o miles de años.
Pero cuando él le pregunta a ella cómo es el hombre con el que ha dormido durante 20 años y cuyos dos hijos llevó en el vientre y ella, turbada , sólo atina a responder: “Es muy limpio…”, ¡Eureka! Ahí tenemos una historia diferente.
Están también los productos creativos que no revolucionan el arte, que no marcan hitos, pero que son productos disfrutables. Estas creaciones están relacionadas con la necesidad de expresión de los artistas. Es decir, el impulso es más interno que externo, las formas externas son suficientes y adecuadas para lo que el artista quiere decir.
El escritor no necesita revolucionar ninguno de los géneros, sólo necesita plasmar su historia. El artista plástico puede utilizar las formas existentes para crear su mensaje visual de forma y color.
Los productos de la creación se insertan también en la lógica de mercado. Y me parece que los creadores cada vez más tienen conciencia de este hecho. Gustavo Sainz contaba que alguna vez pusieron un disco de Edith Piaf a una tribu africana. Los miembros de la tribu comenzaron a retorcerse y a correr asustados al escuchar la voz agudísima de la Piaf.
A Sainz le gustaba el ejemplo porque decía que los escritores, aunque no quieran reconocerlo, en el momento de escribir, piensan en su posible público… que de entrada elimina a todos los analfabetas, después –por lo menos en su caso- eliminaba a todos los alfabetas que no consumían libros de literatura; después el grupo se reducía más porque sólo quedaban los lectores de narrativa y el círculo concéntrico se hacía más pequeño para llegar a los lectores de novelas.
Entre éstos, también está el público que consume novelas por géneros, por nacionalidades, por épocas.
Así que aun de manera intuitiva, el artista tiene en mente a un público potencial y escribe también para él. Generalmente se conjuga la satisfacción personal del creador con la satisfacción a un público que ya conoce o que desea conquistar.
También he pensado que el acto creativo igual tiene mucho de mesiánico, de intentos salvadores. Creo que por esta razón hay artistas que consideran a su obra como algo sacro y no dudo ni tantito que muchos lo piensan -y algunos lo dicen- que el hecho de crear los acerca a convertirse en dioses.
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