Boris Berenzon Gorn.
Las dimensiones y las coordenadas políticas están cambiando alrededor del mundo. Determinar si para bien o para mal es un acertijo que no puede resolverse fácilmente. Podemos ver este fenómeno como un inminente progreso, cargado de enormes daños colaterales. O, por el contrario, podríamos interpretarlo como una vuelta atrás, donde de vez en cuando se aparecen brillantes promesas. Aunque mirar cada caso local a la luz de sus diferencias sea necesario, algunos aspectos parecen más globales que propios de un contexto específico. Desde esa óptica, ¿qué puede decirnos el proceso electoral de Costa Rica hoy en curso?
Durante décadas, el país centroamericano ha sido considerado la joya de la corona democrática del continente. No sólo su sistema político es admirado; también lo son su estabilidad y las condiciones de vida de la ciudadanía. En una región constantemente castigada por la pobreza, los fraudes, las dictaduras y las violaciones a derechos humanos, esta nación de poco más de cinco millones de habitantes se ha erigido como un ejemplo para sus pares latinoamericanos, ganándose incluso las palmas de los Estados Unidos.
En este panorama, un nuevo proceso electoral en el país no debería llamar demasiado la atención. Sobre todo, si consideramos la tremenda cantidad de conflictos que se suceden durante estos mismos periodos en los países vecinos (cercanos o lejanos). Y aunque, en efecto, eventos similares no amanecen a esta nación, hay muchos elementos que hacen único este periodo y que parecen un reflejo del devenir global, donde una política cada vez más subordinada a los medios de comunicación masiva empieza a hacer mella en la democracia.
Este 6 de febrero, más de tres millones y medio de personas fueron llamadas a votar en Costa Rica. Entre otros puestos de elección popular, se disputaba la máxima figura del Ejecutivo. La apuesta era muy grande y verdaderamente incierta. Y es que, para declararse ganador, un candidato tendría que haber obtenido más del 40% de los sufragios. En otro contexto, ésta no habría resultado una meta difícil. Sin embargo, en el actual, la votación se encontraba sumamente fragmentada, en un entorno donde ningún candidato había logrado convocar con vehemencia a las masas y las polarizaciones propias del mundo actual dividían las decisiones entre decenas de caminos.
25 candidatos se disputaban la presidencia en una batalla que, como era de esperarse, tuvo que irse a segunda vuelta. ¿Pero cuál es el problema de fondo en esta gesta? ¿Tantas candidaturas no son un reflejo más de un entorno libre y democrático? Me atrevería a decir que son, más bien, la muestra la encrucijada en la que se encuentra inmersa la democracia a nivel mundial: hay muchas opciones y pocas o ninguna ideología. Prácticamente nadie presenta proyectos respaldados por una forma clara y novedosa de entender la política y la economía, y de abordar los problemas prioritarios para una nación. El pragmatismo del voto.
De este modo, unas elecciones se convierten en poco más que un concurso de belleza, una carrera de caballos o un duelo de simpatías. Se vota por el que cae bien, por el que nos simpatiza, mas no se votan por propuestas, ni por ideas. No se persigue un fin común, sino simplemente la victoria del favorito. La política llega a sus grados más altos de superficialidad y, aunque es cierto que se remueven las figuras que controlan el poder, los cambios de raíz no ocurren.
Y en medio de esta bruma, hay grupos que sacan partido: los que promueven discursos de odio con la capacidad de congregar en torno a la intolerancia, prometiendo el retorno a las peores cañerías de la historia. A diferencia del resto, ellos ofrecen un marco, una moral y un ideal. Ciertamente, se trata de ideales podridos y envenenados, pero ideales a fin de cuentas, capaces de encender las ignorancias y las pasiones, como no lo logran los otros grupos.
El problema es que mientras la democracia se siga dando el lujo de ser solo esta carrera de favoritos, seguirán surgiendo grupos que la amenacen, oponiéndose a la igualdad y a las libertades. No estoy diciendo que eso sea precisamente lo que ha pasado en Costa Rica, sino que uno de los síntomas mostrados es propio del mal que nos aqueja globalmente.
La crisis económica, la pandemia de COVID-19 y el desempleo han generado un enorme descontento con los gobiernos y estos no están sabiendo ofrecer soluciones. Nuevamente estamos en esa encrucijada en la que aparecen los personajes trumpianos, ajenos al establishment, prometiendo soluciones mágicas que no tienen razón de ser, pero que encienden a las masas.
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Los expertos de las redes no se cansan de obtener doctorados al por mayor. Ayer fueron epidemiólogos, hoy son los más duchos en geopolítica y entienden todo sobre el conflicto entre Rusia y Ucrania. Todos opinamos sobre todo en este mundo digital donde lo difícil es guardar la calma y la cordura.
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