De la casa blanca a las casas grises

Alejandro Rodríguez Cortés

Alejandro Rodríguez Cortés*.

Cuando miraba la televisión en el ya lejano 2004 y observé el video de René Bejarano haciendo pacas de billetes con ligas, auguré que la carrera política de Andrés Manuel López Obrador había terminado. Me equivoqué rotundamente: no solo estuvo a un tris de ganar la elección presidencial un par de años más tarde, sino que lo hizo casi 3 lustros después.

La legendaria “indestructibilidad” del tabasqueño ha resistido muchos embates. Creo que el más fuerte y devastador de todos será el que recibe en estos días con las imágenes de cómo vive su hijo mayor en la ciudad de Houston. ¿Por qué?

Primero que nada, porque precisamente ya es presidente de la República y aunque lo es ejerciendo un inmenso poder, es justo el desgaste que ha tenido lo que lo hace más vulnerable. La polarización que ha promovido desde Palacio Nacional le ha abierto un sinnúmero de frentes en contra.

En segundo lugar, López Obrador experimenta ya el descenso en la curva de sus potestades. Es cierto que busca perpetuar su proyecto, pero la propia sucesión adelantada lo somete al golpeteo político más intenso.

Tercero: el personaje balconeado haciendo lo que el presidente dice que no son capaces de hacer, no es su secretario particular, ni su titular de finanzas, ni su nuevo amigo Manuel Bartlett, sino su propio hijo, quien por cierto lo ha acompañado consuetudinariamente en su largo peregrinaje en pos de la Silla del Águila, sin reconocerse claramente de dónde obtenían recursos para subsistir. Oficialmente, todo un “nini” el primogénito de la Nación.

Por supuesto que la aceitada maquinaria propagandística al servicio presidencial ha echado a andar sus mecanismos, ahora para justificar la vida privada y el matrimonio de un miembro de la familia presidencial. Se puede conceder el argumento, no así el claro conflicto de interés -o franco tráfico de influencias- que implica el que una de las casonas que habitó José Ramón López Obrador con su mujer hubiera sido propiedad de un contratista de Petróleos Mexicanos.

¿Recuerdan el escándalo de la casa blanca de la esposa de Enrique Peña Nieto? El caso no puede parecerse más, aunque lo nieguen los apologistas del régimen y normalizadores de un desastre gubernamental que por cierto tiene a México con miles de muertos por la violencia o por la pandemia, y a la economía mexicana nuevamente en recesión.

La pregunta no es qué tiene de malo ser esposo de una mujer rica, ni de las características de su vivienda, sino que ella y su familia se beneficien presuntamente de contrataciones públicas por parte de un gobierno encabezado por su suegro. Eso en cualquier lugar del mundo sería un escándalo, como lo fue el de Angélica Rivera, con el grave costo que significó un “antes y después” del gobierno peñista. Paradójicamente, el mismísimo Andrés Manuel López Obrador fue beneficiario de ese episodio, que se convirtió en símbolo y razón para que millones de personas decidieran en las urnas darle una oportunidad a la supuesta nueva opción que representaba la hoy mal llamada Cuarta Transformación.

Seis años han pasado y el predicador de la austeridad republicana y del combate a la corrupción tendrá que lidiar no con una casa blanca, sino con las casas grises texanas, que lo perseguirán hasta el final de su mandato.

No importa que los lambiscones se desnuquen haciendo maromas para justificar lo injustificable. Para tratar de normalizar lo que ellos mismos condenaron enérgicamente y con razón hace no mucho tiempo.

Como dicen: el poder los hace iguales. Pero son peores si juran y perjuran que son distintos.

 

*Periodista, comunicador y publirrelacionista.

@AlexRdgz

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