Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
Al atardecer del lunes 3 de julio de 1961, el gran Papa Hemingway se quitó la vida.
Se reclinó en un sofá en la recámara de su casa solariega en Ketchum, Idaho. Colocó el cañón de su escopeta en el paladar y jaló el gatillo.
Así dijo adiós a las armas y a su generación perdida y se internó en el mar de la eternidad, rumbo a las verdes colinas en donde las campanas siempre doblan a vida y no hay más quinta columna que la de los hombres que han encontrado la luz.
Estaba a punto de cumplir 62 años.
Al día siguiente, el Oakland Tribune escribió: “La muerte siguió la vida de Ernest Hemingway como una sombra obsesiva. El tema de la muerte fue su sello distintivo alrededor del cual construyó sus novelas y cuentos. Alguna vez dijo que sólo había un tema para un escritor: la muerte y su evasión temporal, la vida”.
En 1953 recibió el premio Pulitzer y en 1954 el Nóbel de Literatura. Son anécdotas. El legado de Ernest es la inmortalidad de su obra. El morbo de quienes le recuerdan sólo por una vida desordenada y caótica no hace mella en su arte.
Después de su muerte, un par de profesores de esos grandes en la crítica y eunucos en la escritura, pontificaron que durante los siete meses anteriores al suicidio, Hemingway había sido un fantasma de sí mismo.
¿Y? Quien haya visitado Finca Vigía en las afueras de La Habana no me dejará mentir: hombres como Hemingway abandonan la carne, pero su energía permanece entre nosotros y nos impregna.
Si el lector lo duda, permítame compartir algunos fragmentos hemingweyianos:
Del cuento “Los asesinos”, de Hombres sin mujeres:
“Recordaba perfectamente la época de su plenitud, apenas hacia tres años. Recordaba el peso de la chaqueta de torero espolinada de oro sobre sus hombros, en aquella cálida tarde de mayo, cuando su voz todavía era la misma tanto en la arena como en el café. Recordaba cómo suspiró junto a la afilada hoja que pensaba clavar en la parte superior de las paletas, en la empolvada protuberancia de músculos, encima de los anchos cuernos de puntas astilladas, duros como la madera, y que estaban más bajos durante su mortal embestida. Recordaba el hundir de la espada, como si se hubiese tratado de un enorme pan de manteca; mientras la palma de la mano empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se cruzaba hacia abajo, el hombro izquierdo se inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo quedaba sobre la pierna izquierda…”
De “Los jóvenes que despiertan al amanecer”, de Androgyne mon amour:
“Los jóvenes que despiertan al amanecer pueden asustarse de ser expulsados con demasiada rapidez de sus protectores sueños de una madre, no recordados. Repentinamente, entonces, pueden sentir la verdadera enormidad de la exposición a la casualidad. La mañana que recién comienza, está colmada de demandas susurradas que ellos sospechan no poder satisfacer. ¿Y en quién pueden confiar suponiendo, temerariamente, que todavía sean capaces de confiar sino en alguien (tú) cuyo nombre ha regresado a la confusión de muchos nombres de anoche? Te miran con precaución mientras te das vueltas y suspiras en sueños. Están envidiosos de ti, de tu sueño, que todavía te protege de los susurros que se hacen más audibles cada instante. Se sientan, con cuidado, en el borde de tu cama, agobiados y temblorosos como viejos sentados en los bancos, tosiendo con tos de fumadores…”
De Por quién doblan las campanas:
“Después se acomodó lo más cómodamente que pudo, con los codos hundidos entre las agujas de pino y el cañón de la ametralladora apoyando en el tronco del árbol. […]
“Cuando el oficial se acercó al trote, siguiendo las huellas dejadas por los caballos de la banda, pasaría a menos de veinte metros del lugar en que Robert se encontraba. A esa distancia no había problema. El oficial era el teniente Berrendo. Había llegado de La Granja, cumpliendo órdenes de acercarse al desfiladero, después de haber recibido el aviso del ataque al puesto de abajo. Habían galopado a marchas forzadas, y luego tuvieron que volver sobre sus pasos al llegar al puente volado, para atravesar el desfiladero por un punto más arriba y descender a través de los bosques. Los caballos estaban sudorosos y reventados, y había que obligarlos a trotar. […]
“El teniente Berrendo subía siguiendo las huellas de los caballos, y en su rostro había una expresión seria y grave. Su ametralladora reposaba sobre la montura, apoyada en el brazo izquierdo. Robert Jordan estaba de bruces detrás de un árbol, esforzándose porque sus manos no le temblaran. Esperó a que el oficial llegara al lugar alumbrado por el sol, en que los primeros pinos del bosque llegaban a la ladera cubierta de hierba. Podía sentir los latidos de su corazón golpeando contra el suelo, cubierto de agujas de pino.”
De Un lugar limpio y decente:
“¿Qué temía? No era temor o miedo. Era una nada que él conocía demasiado bien. Todo era nada y un hombre era también nada. Algunos vivían en ella y nunca la sentían, pero él sabía que todo era nada y pues nada y nada y pues nada. Nuestra nada que está en la nada, nada sea tu nombre y nada tu reino y tuya será la nada en nada como es en la nada. Danos esta nada, nuestra nada de cada día y nada a nos en la nada, pero líbranos de la nada; pues nada.”
De Verdes colinas de África:
“Los buenos escritores son destruidos en su país y sus talentos marchitados por exceso de ambición, por los elogios desmedidos, por sus pretensiones de intelectualismo y de superioridad.
“En cierta época de sus vidas, los escritores suelen convertirse en líderes. ¿A quiénes conducen? Poco importa. Si no tienen discípulos los inventan. Y es inútil que aquellos que han sido escogidos como discípulos, protesten. En este caso se los acusa de deslealtad… Hay otros que ensayan salvar su alma con 10 que escriben. Es un medio fácil. Otros, todavía se arruinan por la primera suma de dinero recibida, la primera alabanza, el primer ataque, la primera vez que descubren que no pueden escribir, o bien se asustan e ingresan a asociaciones que piensan en lugar de ellos.
“Piojos de la literatura, gusanos para anzuelo, metidos en una botella, que tratan de derivar conocimientos y alimento de su propio contacto.”
De Las nieves del Kilimanjaro:
“Yo mismo he destruido mi talento. ¿Acaso tengo que insultar a esta mujer porque me mantiene? He destruido mi talento por no usarlo, por traicionarme a mí mismo y olvidar mis antiguas creencias y mi fe, por beber tanto que he embotado el límite de mis percepciones, por la pereza y la holgazanería, por las ínfulas, el orgullo y los prejuicios, y, en fin, por tantas cosas buenas y malas. ¿Qué es esto? ¿Un catálogo de libros viejos? ¿Qué es mi talento, en fin de cuentas? Era un talento, bueno, pero, en vez de usarlo, he comerciado con él.
“—¿Qué estás diciendo, Harry? ¿Has perdido el conocimiento?
“—No. No tengo ni siquiera conocimiento para perder.”
Después del suicidio de Hemingway, Gabriel García Márquez escribió: “Esta vez parece de verdad: Ernest Hemingway ha muerto […] Ha muerto de verdad […] Esta vez, las cosas sucedieron como tenían que suceder: el escritor ha muerto como el más común de sus personajes, empezando por los suyos.”
El artículo de García Márquez, publicado el 9 de julio de 1961, se intitulaba: Un hombre ha muerto de muerte natural.