Alejandro Rodríguez Cortés*.
Parece que la lección que los amigos de Emilio Lozoya Austin le dieron fue: “compañero, podremos tolerarte tus pillerías, pero jamás el escándalo de tu descarada falta de recato”.
Y es que tuvieron que hacerse públicas unas fotografías del arrogante exdirector de Petróleos Mexicanos cenando en un lujoso restaurante de las Lomas de Chapultepec, para que tras más de un año de evadir la cárcel bajo la promesa de aportar elementos suficientes y sentar en el banquillo de los acusados a otros altos funcionarios del sexenio de Enrique Peña Nieto, finalmente durmiera tras las rejas en nuestro país.
Criminal confeso, Lozoya Austin estaba sujeto al “criterio de oportunidad”, que no es otra cosa que un beneficio por convertirse en testigo protegido, tanto, que ni siquiera se le había visto en un juzgado durante casi 16 meses desde que se burló de la justicia mexicana que lo extraditó desde España solo para hacerlo acreedor a un trato “VIP” con hospital privado, supuesto arraigo y salidas a cenar incluidas.
Pero se le atravesó la valentía de la periodista Lourdes Mendoza, por cierto señalada por el propio Lozoya con acusaciones que jamás ha podido probar, quien se plantó frente a él al pie de una mesa con pato laqueado servido, para tomarle fotos y mostrarle al mundo la imprudencia, la inmoralidad de quien aceptó recibir sobornos de la tristemente célebre empresa brasileña Odebretch.
Igual que a Mendoza, Lozoya Austin había presentado señalamientos en contra de decenas de personajes como ex titulares de Pemex, legisladores, funcionarios públicos y otros, involucrados a diestra y siniestra por quien ha hecho y hace todo para llevarse entre las patas de su corrupción a quien sea y como sea.
Soberbio, altanero y vengativo, Emilio Lozoya Austin prometió pruebas contundentes contra quienes lo sucedieron en la oficina principal del piso 44 de la Torre de Marina Nacional, cuando fueron estos últimos los primeros en denunciar las trapacerías del “joven maravilla” del peñismo al frente de la empresa más importante del país.
Una y otra vez, desde su dorado privilegio, solicitó prórrogas para completar supuestas carpetas con elementos sólidos que aportaran al espectáculo nacional por lo menos a un “pez gordo” ajusticiado por la mal llamada Cuarta Transformación, ávida de presumir un solo logro en materia de combate a la corrupción. Es obvio que no las tiene, y aquellas fotografías representaron tal presión que el único camino fue encerrarlo.
Un mes más tiene para presentarlas. Pero ese tiempo, por lo menos, dormirá en prisión, mientras que desde Palacio Nacional se guarda la prudencia ausente en otros casos. Como si Emilio Lozoya formara parte de un supuesto y cada vez más evidente pacto de no agresión entre el presidente Andrés Manuel López Obrador y su antecesor Enrique Peña Nieto.
Un pacto que se ha hecho obvio con hechos: el extremo cuidado con el exmandatario, la suave extradición de Lozoya, su arraigo de seda y las presiones judiciales contra quienes sí se desea procesar como trofeos de caza política.
Pero las fotografías fueron demasiado. Demasiado para sostener una acción de impunidad disfrazado de otro legaloide criterio jurídico: el de oportunidad.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista.