Boris Berenzon Gorn.
La paradoja de la muerte y lo inevitable del arribo a nuestras vidas, crea la única certidumbre que marca al ser humano como un signo ineludible: ¡Va a morir! Ante esta realidad filosófica que abre completamente lo real, el sujeto tiene una amplia gama de reacciones. Desde la negación hasta los pueblos milenarios que ven en la muerte el nacer de la otra vida. Prueba de ello son las ofrendas que en México tienen uno y todos los sabores, uno y todos los colores y la nada como eco; para incorporar la muerte a la vida y así quitar la aterradora amenaza de que es algo inevitable de múltiples caminos desde el Mictlán, el infierno, el paraíso o la nada. Esto aminora la ansiedad de esa cita ineludible…
Ninguna certeza acompaña tan insistentemente al individuo a lo largo de su vida como la de la muerte. A través de laberintos y odiseas, el hijo desterrado de los dioses mira hacia el cielo con los ojos vacíos, invocando la aparición de una seguridad tan rotunda que nada pueda destruirla, un bastón al cual asirse cuando la fatiga se apodere de las piernas y las llagas, una luz inextinguible que lo guíe a través de los pozos más profundos o un abrazo cálido que dure más que el propio universo. Las divinidades lo miran —si acaso— de reojo y le recuerdan que para él, ínfima creatura desolada, existe una única certidumbre: la de que un día, cuya proximidad desconoce, se ha de convertir su cuerpo en polvo.
Uno pensaría que un ser que imaginariamente vive de falsas certezas pide su limosna y su inclusión en el laberinto del que nos hace cómplices José Gorostiza en su “Muerte Sin Fin”. El ser guarda como alegoría desquiciada a la muerte y siente que es algo muy distante, mas no parte de sí mismo. En ella encuentra aversión, repulsión, vergüenza y, sobre todo, mucho miedo. Del camino tiene claro poco, pero del fin conoce ya bastante. Ello, en lugar de brindarle certidumbre, parece sembrar en él un océano de temores que lo hacen actuar errante y poner en jaque sus propias virtudes.
No todos los seres, por supuesto, asumen este temor con las mismas actitudes. Están quienes creen que por maldecirla y por retarla se terminarán haciendo de los favores de la muerte. Tenemos a los que la ven como un refugio y acuden a ella cuando piensan que todo cobijo se ha extinguido de la vida. Otros, los menos, la asumen con entereza y con respeto. Sin negarla, pero sin tener la osadía de mirarla directamente a los ojos. Otros más, la gran mayoría, prefieren simplemente avanzar como si ésta no existiera. Como si fuera un punto en el horizonte para siempre encubierto por la lejanía que tiene un velo que oscila entre los tiempos monocrónicos y policrónicos, asegurando truculentamente que su día no ha llegado y dejándonos vivir cruelmente engañados en nuestra madrugada septentrional.
Es claro que esta aversión no viene de la absoluta nada. La naturaleza es sabia y busca ahorrar recursos. Valiente sería la especie que corriera hacia los brazos de la muerte sin justificación alguna. En cualquier caso —si al azar le diera por crearla— poco duraría entre los habitantes del cosmos. Correr siempre en dirección opuesta de la inminencia del final es simplemente uno de los aditamentos con los que nos debía equipar la biología para mantenernos en pie. Es cierto, no todo es negación e intransigencia.
Sin embargo, hemos de reconocer que este temor —tan bien fundamentado— no ha sido asumido de las mismas formas por todas las sociedades. Renacimiento, renovación, resurrección, son algunos de los mantos áureos con los que distintos grupos humanos han cubierto este fenómeno vitalicio. Para muchos, es sólo el inicio de algo nuevo. Para otros, es el regreso a los orígenes. Para unos más, es el inicio de la vida verdadera, la que se extenderá por siempre y no tendrá final.
El filósofo Jean-Luc Nancy, a quien hace poco nos arrebatara este fenómeno, recordaba con cariño una conversación con su madre en la que ella le pedía no debatir con argumentos la creencia de que un día volvería a encontrarse con su padre. Con la fuerza de la razón, Nancy se aferraba a discutir las presuntas bases de la resurrección, para mostrarle a su madre que después de ese punto final sólo quedaban los márgenes vacíos de las hojas. “Déjame pensar que hay un lugar donde lo reencontraré”, zanjó ella la conversación. Y es que después de la muerte no vuelve a haber certezas y es por ello que los seres humanos, huérfanos, abandonados, debemos recurrir al universo simbólico donde nos procuramos morada.
Para la sociedad occidental, la muerte ha sido colocada en ese cajón donde se guardan todas las cosas que nos negamos a mirar. Acompañada del sexo, de las excreciones y las entrañas, se esconde de nuestra incapacidad de asumirnos humanos. Todo aquello que nos recuerda nuestra naturaleza imperfecta, fallida y finita es guardado bajo llave sin cerradura, en ese rincón que ignoramos con todas nuestras fuerzas, a sabiendas de que su contenido es tan incandescente que terminará por quemarnos en nuestro esfuerzo por sofocarlo.
Perpetuamente preocupada por ignorar los hechos, esta sociedad observa maravillada a las que conviven con la muerte como el proceso natural que finalmente es. Fiestas coloridas y llenas de vida, como la del día de muertos, le parecen simplemente incomprensibles para su tradición lúgubre, donde todo lo relativo al cuerpo es impuro y pecaminoso. La aceptación clara de un suceso irrebatible provoca un corto circuito en todos los cables de su rutina de negación.
Probablemente pensar en ella siempre implique cierto temor. Un temor natural en el que se basa la propia supervivencia de la especie. Pero, quién sabe, quizás al pretender ignorarla por acabado estemos interpretando incompleta la propia vida. Es cierto, su llegada jamás será realmente una fiesta, pero tal vez podríamos asumir su existencia de una forma ínfimamente más pacífica y respetuosa. Te vas, amiga muerte …
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