Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
No. No he descubierto el paradero de los tambos rellenos de dólares que el narcotraficante enterró por las selvas americanas para un caso de necesidad. Ni han caído en mi poder los números de las cuentas en Suiza, Andorra y las Islas Caimán en donde aguardan fondos incalculables a la espera de que alguien se apropie de ellos una vez que se crea pasado el peligro de una venganza.
Tampoco me refiero a la herencia de los miles de beneficiados con obras públicas, desarrollos habitacionales, becas, servicios sanitarios, programas deportivos y toda suerte de actividades cívicas que el sanguinario rey de la cocaína financió con generosidad durante años a lo largo de su país.
Se dice que era el verdadero dueño del Atlético Nacional, equipo que ganó la Copa Libertadores en 1989. Mientras pueblo y autoridades estaban hipnotizados con los partidos, Pablo enviada 15 toneladas diarias de coca para disfrute de los adictos gringos. Otro ejemplo genial del uso mercantil del pambol.
El tipo era más generoso que Robin Hood y más movido que los bandidos de Río Frío. Puso el ejemplo a los narcos mexicanos que reparten despensas, construyen caminos, remozan iglesias y pagan bodas y fiestas de quince años.
A su muerte hace 28 años, la fortuna de Escobar equivalía a $1,315,536,000,000 de pesos de hoy. Como dato curioso, cada semana gastaba 40 mil pesos en ligas para los fajos de moneda y al año descontaba un 10% de los ingresos por los billetes que se comían las ratas en los escondites.
Todo esto tiene un interés escatológico, pero de lo que quiero hablar es del legado zoológico de Pablo Escobar.
Es sabido que uno de sus pasatiempos era poblar de vida animal exótica los 20 kilómetros cuadrados de su “Hacienda Nápoles” en Antioquía, a 150 kilómetros de Medellín. Parece que las únicas especies que no pudo aclimatar fueron osos polares y leopardos de las nieves, por razones obvias.
A mediados de los ochenta a Pablo se le antojó que unos hipopótamos lucirían muy bien en el río de su propiedad. A la lejana África mandó a sus agentes para adquirir un macho y tres hembras que luego instalaron muy a gusto en las aguas someras de su rancho. No se sabe cómo fueron transportados al Nuevo Mundo.
Aunque tienen pinta bovina, esos animalitos son de mecha más corta que YSQ. Nada más en la paradisiaca campiña de Naivasha, en Kenia, el país africano arropado entre Tanzania, Uganda, Etiopía, Sudán y Somalia, el año pasado trituraron a 40 pescadores, señoras que lavaban en las orillas de los lagos y niños que jugaban cerca del agua.
Y a lo largo y ancho del Corazón de las tinieblas (Conrad dixit), los hipos se echan a más de 500 nativos cada año, un poco más en bisiesto. Eso los convierte en los mamíferos más mortiferos del planeta después de los humanos. Ni los leones de melena negra de las estepas al pie del Kilimanjaro matan a tanta gente.
Pues bien, resulta que ya en tierras colombianas las bestias se transformaron en una bomba de tiempo ecológica. Sin predadores naturales, se reprodujeron como conejos en el paraíso de hipopótamos. Conejos es un decir, pues llegan a pesar más de dos toneladas y para mantenerse en forma consumen cientos de kilos de vegetación.
Además de que en un tris dejan pelona a la campiña, como subproducto de su glotonería perfuman las aguas con no poca boñiga, que es el nutriente favorito de algas que consumen más oxígeno que un incendio forestal y asfixian a la fauna marina de ríos y esteros.
Así pues, este legado de don Pablo más bien parece su venganza: una emergencia ecológica que tiene en vilo a las autoridades de aquel país.
Para detener los daños de la manada que ahora suma más de 80 individuos, se propuso una campaña de eutanasia que fue ferozmente combatida y derrotada por organizaciones protectoras de animales capitaneadas por neoliberales que roban dinero a manos llenas inventando causas aparentemente nobles.
Como si esto no fuera suficiente, un juez al servicio de las clases dominantes frenó el sacrificio controlado mediante la aplicación reaccionaria de la ley, pese a que varios rancheros habían sido aplastados por los cuadrúpedos.
Un genio propuso castrar a los animales para controlar su población. La idea fue desechada cuando se comprobó que emascular a una bestia cabreada y de dos toneladas no es lo mismo que esterilizar a un gatito. Además de que el costo rebasaba el millón de pesos: 1,000 por la incisión y 999 mil por el riesgo.
Alarmado por lo delicado de esta amenaza a sus ecosistemas, el gobierno colombiano pidió ayuda a los mismos que lo ayudaron a liquidar a Pablo Escobar: los gringos.
Así fue que expertos del Servicio de Inspección de Salubridad Animal del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) viajaron desde Washington para explorar, a prudente distancia, el asunto.
¿La solución? Una droga anticonceptiva animal llamada GonaCon que inhibe la producción del estrógeno y la testosterona, lo que en castellano quiere decir que los hipopótamos dejan de interesarse en las hipopótamas y los hipopotamitos dejan de nacer.
Además, la sustancia se aplica sin peligro, mediante dardos lanzados desde lejos con rifles de aire. Igual que las balas disparadas a control remoto por la DEA cuando el narcotraficante fue acribillado: la misma técnica aplicada para solucionar problemas que los del tercer mundo son incapaces de resolver por sí mismos.
Y al parecer, aunque no es seguro, el contraceptivo no contiene sustancias derivadas de la amapola, lo cual sería el colmo de la ironía.
El inconveniente es que los hipos pueden vivir 50 años y es probable que los agentes del USDA se acomoden en la embajada en Bogotá durante un par de décadas, para el caso de que la naturaleza no venza a la droga o los ineptos colombianos no la apliquen como es debido y las bestias sigan multiplicándose.
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