Aquel 19 de septiembre y las tragedias sucesivas

Por. Patricia Betaza

Tenía 18 años cuando pisé por primera vez la Ciudad de México. Era 1984 y había llegado de Veracruz para estudiar en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García cuando a tan solo dos meses de instalarme, sucedieron las explosiones en San Juan Ixhuatepec, San Juanico, en Tlalnepantla, en una planta de Pemex. La tragedia que dejó más de 500 muertos y centenares de heridos provocó una desbandada de amigos y compañeros jarochos de lo que entonces era el DF. A muchos no les importó dejar la universidad y la razón, decían, es que no se sentían seguros. Pocos nos quedamos aquí. Menos de un año después vino la otra gran tragedia, la que cambió fisonomía y vida en la capital del país. El 19 de septiembre de 1985 como cada mañana me preparaba para tomar el metro e irme a la Septién, desde avenida de los Maestros en el Casco de Santo Tomás. Rentaba un cuarto en una casa y justo cuando bajaba las escaleras, comenzó a temblar. Todo tronaba y se movía de manera estruendosa, pero al terminar lo único que hice fue despedirme de la dueña de la casa y tomar mi camino al metro Normal. Obvio, no había servicio pero por mi mente no pasaba más que llegar a la escuela. Entonces decidí caminar por todo San Cosme hacia la Septién, cerca del Metro Hidalgo. Mucha gente se encontraba en las calles hasta en pijama. Algunos lloraban, otros traían el miedo en el rostro, pero nada detenía mi marcha…. Hasta que llegué a la altura del Monumento a la Revolución y entonces vi edificios colapsados, gente corriendo entre el ruido de ambulancias. Así llegué a la Septién para encontrarme con compañeros espantados, algunos llorando y decidí caminar más por el Centro y fue cuando por fin me di cuenta de la magnitud de la tragedia. Como pude emprendí el regreso a mi casa. Justo la familia que me rentaba me estaba esperando alarmada y me decían que porqué me había ido después del sismo. Les dije que no tenía idea de que hubiera provocado tanto daño. Desde ese momento nos pegamos básicamente a la radio y fue ahí donde minuto a minuto el terremoto fue tomando proporciones catastróficas. No había líneas telefónicas y no podía avisar a mi familia que vivía en Minatitlán, Veracruz. Los habitantes de esa casa nos quedamos todo el día, sólo oyendo noticias. Así nos llegó la tarde noche del 20 de septiembre, cuando se registró una fuerte réplica. Cerca de ahí se cayeron edificios, nos quedamos sin luz y el miedo y los gritos se apoderaron de nosotros. En ese momento pensé que era mi fin. Cayó la noche pero las sirenas siguieron imparables. Al no poder localizarme mi familia pensó que tal vez habría muerto. Cuatro días después pude comunicarme. A partir de ahí la vida en la capital tomó un giro. Fueron muchos meses de dolor, angustia, miedo e incertidumbre. La CDMX parecía una ciudad bombardeada ¿Cuándo volverá temblar? ¿Me tocará a mi? ¿Qué hacer si estamos en un edificio y tiembla? ¿Cómo nos protegemos? Desde hace 36 años nos tuvimos que acostumbrar a que vivimos en una ciudad y un país con alta sismicidad. Tuvimos que aprender a confrontar a la naturaleza con cultura preventiva. Aprendimos de los grados Richter, de los movimientos trepidatorios, oscilatorios, de las alertas sísmicas, de epicentros. Pero la naturaleza nunca deja ni dejará de sorprendernos. Siempre está dispuesta a enseñarnos y muchas veces de manera violenta.

 

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