Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
De tarde en tarde conocemos testimonios que ilustran de qué realmente está hecho y cuál es la verdadera entraña del periodismo, oficio que algunos abrazamos ante el desmayo y contrariedad de los padres.
Aún escucho algunos de los bienintencionados consejos de mis mayores, como: “mejor métete de gendarme, sobrino… ¡ése sí es un trabajo decente!”.
Hace tiempo en El País, el colega Juan Cruz publicó una trilogía de entrevistas con “maestros del periodismo” que me fue remitida por un conspicuo agente del Eje Zúrich – Puebla.
Alivia saber que los entripados y las dispepsias que ocasiona el orientar a la República, Catón dixit, tienen utilidad social al final del día, aunque en lo personal llamar “maestros” a quienes por confesión propia seguirán siendo aprendices hasta el último suspiro, me resulta incómodo.
Sea, pues. Con buen ánimo comparto con usted algunos extractos de esas nutricias conversaciones con Ben Bradlee, Jean Daniel y nuestra paisana escritora y reportera Alma Guillermoprieto (perdón por el pleonasmo, pero suena más bonito), quien apenas cruzó el umbral de los 72 años, es decir, se encuentra a punto de la adolescencia:
Pregunta. ¿Cómo se hizo usted periodista?
Respuesta. Por accidente, en 1978. Mi madre tenía un amigo que era periodista, editor de Latinamerican Newsletters. John Rettie. Necesitaba una persona que le enviara material, y me quiso convencer… Acabé diciéndole que sí. Y le enviaba un resumen de lo que leía en los periódicos… Seis meses más tarde vi en la televisión a un conjunto de gente dichosa en un lugar llamado Managua, acompañando a unos muchos guerrilleros… Acababan de canjear a sus presos encarcelados por la centena de reos que se habían tomado en el edificio del Congreso del dictador Anastasio Somoza. Me dije: “¡Quiero estar ahí mañana!” Pedí dinero prestado para el pasaje. ¡Quería estar ahí! El golpe de Estado de
Pinochet en Chile me había deshecho el corazón, y cuando cinco años más tarde se produce esta cosa maravillosa yo me quiero subir al avión y verlo. […] Mis maestros fueron mis colegas, que se divirtieron mucho [por que] no era ni siquiera novata sino una loca que había llegado ahí a querer aprender periodismo, o más bien cómo era eso de vivir una revolución haciendo periodismo. Todos los periodistas estaban en el único hotel moderno de Managua, el Intercontinental. Ahí estaba el corresponsal del New York Times de entonces en México, Alan Riding, a quien habían conocido por medio de John Rettie. Le dije: “Ayúdame porque no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo aquí”. Alan me ayudó, me ayudaron los demás, me fui con la bola, tuve la suerte de llegar a un lugar donde había una bola de periodistas, y le hice la primera entrevista a Sergio Ramírez.
P. Y la historia de su trabajo parece una respuesta a Rettie: ha contado América Latina. ¿Qué hace el periodismo por contar que aquí además de problemas hay energía?
R. Una de las cosas que se han de hacer es empezar a vivirnos como latinoamericanos… Tenemos una lengua, una religión, grandes aspectos culturales en común, y hasta hace quince años yo diría que hemos vivido en perfecto aislamiento los unos de los otros, sin instituciones latinoamericanas. […]
P. Les decía a los estudiantes los errores que cometemos los periodistas. ¿Cuáles son los más graves?
R. El sentimentalismo, la condescendencia, la pobretería. Vamos a reportear siempre a los pobres porque ellos no tienen abogados, no nos van a montar una demanda por lo que digamos de ellos. Insisto en que deberíamos reportear a los ricos con la misma obstinación, pero no lo hacemos porque los ricos tienen poder. Otro error: confundir la denuncia con ser contestatario.
P. ¿Y hemos sido felices en este oficio?
R. Insisto en que este oficio está muriendo porque no le veo alternativa, pero con eso no quiero decir nada patético… Cuando a mi me hagan la entrevista de los últimos de la especie quiero que quede claro que los que ejercimos este oficio vivimos muy felices, muy sabrosamente, que fuimos como Marco Polo, descubridores de nuevos mundos, y que el escribir, el reportear, el viajar, el comer tortas ahogadas en Jalisco y ostras y champán en París, caminar por paisajes que embelesan y conversar con la gente que más ha sufrido o que más alegría ha dado o que más nos ha inspirado a todos, presenciar los hechos que han conmovido al mundo y vivir, como los gatos, siete vidas en una sola…, todo eso ha sido un privilegio y una maravilla.
Ben Bradlee, uno de los héroes de mi generación, ya pasó a mejor vida. Pero a los 87 años todos los días se presentaba en el Washington Post, el periódico desde cuya dirección capeó el temporal del Watergate que culminó con la renuncia del presidente Richard Nixon:
P. Usted dice que los periodistas no siempre tienen la verdad.
R. No sabemos la verdad. Si el primer ministro de un país me cuenta una mentira, no sé que me está mintiendo. Y lo voy a escribir. Pero ahora hay una gran preocupación por la verdad.
P. Tras Watergate, los periodistas empezaron a preocuparse por las fuentes…
R. …siempre que las puedan identificar, eso es bueno, y siempre que se refieran a hechos que ellos conozcan… Tuve que echar a un periodista de The Washington Post porque puso en boca de Robert Kennedy algo que este pudo haber dicho pero que jamás pronunció. ¡Mintió! No hay argumento contra eso. El director depende de sus fuentes de información. Un periodista es la fuente de un director, ¡y si al director le falla la fuente…!
P. Así que usted se siente optimista también sobre el periodismo y los periodistas.
R. No le quepa duda. ¿Qué sentido tiene la vida si uno no es optimista? Siempre lo he sido, y siempre he creído en la habilidad del cambio. Si alguien me dijera que el martes por la noche el mundo entero se va a ir al garete, pensaría también que habría que buscar una oportunidad para cambiar esto. Y el periodismo es un buen instrumento para cambiar las cosas.
P. “Nos hacemos periodistas por el deseo de arreglar las cosas torcidas”.
R. Sí, eso es mío; y dije también que no se puede ser cínico, que los periodistas no podemos ser cínicos… Y a lo mejor lo he sido. Cuando uno llega a mi edad ha escuchado tantas mentiras…
P. Su nombre se asocia a un momento dorado del periodismo. ¿Se acabó?
R. ¡Por supuesto que no! Éstos son momentos buenísimos para el periodismo. ¡Están ocurriendo tantas cosas! El acceso a la información es tan amplio. En los días de Roosevelt no teníamos ni idea de lo que estaba ocurriendo en el mundo. Hoy impresiona la cantidad y la calidad de reporteros que hay.
Jean Daniel estaba a mediados de sus primeras 88 primaveras, pero como auténtico veterano que era, no pasaba un día sin escribir:
P. Empezaré por una pregunta que usted le hizo a Albert Camus. ¿Cómo ha llegado usted a ser periodista?
R. Por casualidad. En mi generación los jóvenes con posibilidades de escribir no diferenciaban entre la filosofía, la literatura, el compromiso político y el periodismo; eran cuatro tentaciones. Los dioses de esta época, los maestros del pensamiento de estos jóvenes, eran estadounidenses: Hemingway, Dos Passos, Steinbeck… En Francia, Malraux, que hizo aquel reportaje sobre la guerra en Teruel… Era gente que lo hacía todo: el compromiso político, la literatura, la filosofía -no siempre-, y el periodismo. Así que cuando se es joven y se han cursado estudios de humanidades no es necesario hacer una elección entre los cuatro. Si se elige uno se eligen también los otros, no se sacrifica nada. Cuando empecé a escribir siempre fue con la idea de que si hacía un artículo podía hacer un libro. ¿Y qué lo decidió todo? En primer lugar, encontrar a Camus.
P. Se interesa por las personas. Y por el poder. ¿Cómo debe ser la relación del periodista con el poder?
R. El poder fascina. Fascina a los periodistas muy a menudo porque si tienen el gusto por la literatura quieren saber cómo se hace la historia… La historia: los pueblos la sufren, los dictadores (o los poderosos) la hacen, y los periodistas la contemplan para describirla. Los periodistas están entre el poder y la historia. Y han de saber cómo funciona el poder, con la condición de que la fascinación no caiga en la complacencia, la indulgencia y la corrupción… Con esas condiciones es muy interesante ver cómo funciona un hombre que detenta todos los poderes. En este momento hay que desconfiar de todo, hasta del más mínimo detalle. A mí siempre me invitaban, siempre, y tenía un método: o rechazaba la invitación o la aceptaba haciéndola notar. […]
P. […] dice usted que el periodista tiene un poder injusto.
R. Naturalmente, muy a menudo es así. La capacidad de hacer el mal que tiene el periodista es devastadora. En un día o en una hora se puede deshacer una reputación, se puede transformar a alguien que tiene fama de ser honesto en un terrible malhechor. Es un poder terrible.
P. ¿Y cómo se puede limitar ese poder sin llegar a la censura?
R. Es una apreciación difícil que depende en primer lugar del director de Redacción, del redactor jefe, del jefe de departamento, de la forma como se concibe el periódico. Esto pasa de paredes para adentro, no hace falta una ley para eso.
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