Boris Berenzon Gorn.
Siempre recuerdo aquella época en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, al inicio de la década de los noventa del siglo pasado, en que tuve el privilegio de ser invitado por Lourdes Arizpe a coordinar las áreas de difusión y publicaciones de la Dirección que iniciaba. Fue una de la etapas más constructivas y lúdicas de mi juventud profesional. Si la propuesta era un reto fascinante por la inteligencia de Lourdes, más lo fueron las emociones que producían las pasiones epistémicas de una generación a la que no acabaré de agradecer una formación informal pero mucho más rigurosa que la educación jesuita/judía que se me había pedido en casa, y que me mostraba una permanente duda metódica de contraste y caos esplendida.
De ese tiempo de todos aprendía; el puesto ya era secundario, que no mi gratitud. No enumero lo vivido porque sería inagotable, pero recuerdo hoy una magnifica mañana en la que por razones diversas entraron a mi cubículo Alfredo López Austin, Jaime Litvak, Carlos Navarrete y Santiago Genovés. Fue una mesa redonda —hoy dirían un conversatorio— en que la erudición, la inteligencia, el humor, la capacidad de dialogo, el debate hizo de sus galas más fecunda y fue en mi vida una catedra infinita de dos horas para una vida. Los temas variados, desde análisis políticos, chistes y albures hasta las más exquisitas propuestas teóricas. Los oía emocionado, si acaso me atreví a decir un sí o un no, o a esbozar una sonrisa. Llegamos al significado de la ciencia y Santiago Genovés cerró recitando una copla flamenca anónima: “la ciencia por ser la ciencia no me sabe a mí decir por qué te quiero yo tanto y no me quieres tú a mí”.
El pensamiento científico ha reafirmado una importancia para nuestra sociedad en incontables ocasiones. Puesto en duda desde su surgimiento, su “recurso” del método y su heurística han demostrado su efectividad en diversos matices, haciendo ver que las controversias no lo hacen tambalear, sino que lo fortalecen. Desde hace siglos, la ciencia ha sido sinónimo —a veces real, a veces ilusorio— de progreso, y no sólo en lo material, sino hablando también de las concepciones que la especie tiene del Universo. Perseguida y vapuleada, ha debido enfrentar una cosmovisión que no admite análisis ni reflexión, saliendo victoriosa, a pesar de los ataques. En un mundo mayormente dependiente de ella, ¿tiene la ciencia límites o áreas de nuestras vidas donde no deba interceder?
La pandemia, como tantos otros eventos, nos ha recordado la enorme importancia que tiene la ciencia no sólo para el desarrollo de las sociedades, sino también para el cuidado y la protección de la vida e, incluso, para nutrir nuestras relaciones afectivas y los vínculos humanos. Como lo ha hecho ver el historiador Yuval Noah Harari, autor de De animales a dioses, esta pandemia fue diferente de tantas otras en la historia de la especie en tanto tuvimos las herramientas para saber qué estaba pasando y cuáles eran las herramientas disponibles para hacerle frente.
Es cierto que no tuvimos todas las armas para luchar desde el principio. Pero sabíamos cuál era el enemigo. No nos quedamos mirando a la nada pensando que una fuerza sobrenatural nos estaba enviando un castigo por alguno de nuestros múltiples pecados. El mayor, la soberbia. Nuevamente, es verdad que no supimos todo del virus desde el inicio, pero sabíamos lo que era y pudimos desarrollar rápidamente estrategias para aminorar sus daños.
Herramientas tan sencillas como la sana distancia y el uso del cubrebocas, u otras tan complejas como las vacunas y el mejoramiento de los tratamientos médicos, son aciertos de la ciencia inherentes a nuestra época que quizás no hubieran sido posibles hace cien años. Hace algunos siglos ni siquiera le hubiéramos dado la importancia debida a la limpieza y el lavado de manos. De igual modo, la forma en que enfrentamos la vida a distancia fue menos tortuosa debido a la amplia gama de herramientas tecnológicas que estaban al alcance de millones de personas en la comodidad de sus casas.
Con la rigurosidad de sus argumentos, la ciencia se ha encargado de convencer hasta a quienes menos confianza tienen en ella. Ese sector —que no es tan grande, pero sí escandaloso— que se opone a las vacunas, que le inventa propiedades casi tóxicas a los cubrebocas, y que llega al extremo de negar que existe la pandemia, ha tenido también que vivir las consecuencias de ignorar a la ciencia. Varios son los casos de estas personas que han terminado por creer en la existencia de la COVID tras tener que vivirlo de una forma dolorosa.
Pero no todo es miel sobre hojuelas para la ciencia y eso lo sabemos de sobra. Porque tenemos avances para la salud y el bienestar de la gente, pero también tecnologías bélicas, armas de todo tipo en manos de paramilitares y grupos del crimen organizado, y calentamiento global. La ciencia, como cualquier área del conocimiento y del desarrollo, está sujeta a las voluntades de la política y de los sistemas económicos.
Por otro lado, nuestra confianza en ella nos ha llevado a pretender extender sus dominios más allá de lo racional. La invalidación del pensamiento religioso es un ejemplo de este proceso. ¿En qué momento la sociedad occidental decidió que no necesitaba de la religión y que podía resolver todo con la ciencia? Quizás cuando decidió hacer de la ciencia su nueva religión.
Como lo dice el filósofo de la ciencia Antonio Diéguez Lucena, autor de Filosofía de la Ciencia. Ciencia, racionalidad y realidad, “hay aspectos de la realidad que no tienen explicación científica y no podemos asegurar que la vayan a tener pronto”. Añade además que “hay otros en los que no parece que sea pertinente el enfoque científico para tratarlos adecuadamente”. Se refiere probablemente a aquellos que tienen que ver con el núcleo más íntimo del ser humano. El reto es, por supuesto, distinguir los campos de acción y no dejar que uno invalide al otro.
Manchamanteles
Con la muerte de Jean-Luc Nancy se va una de las voces más fuertes y acertadas de la filosofía, en un campo tan amplio que lo mismo ha tocado la globalización, el nacionalismo y la modernidad. Nos queda su enorme legado donde el arte, el cuerpo y el romanticismo son puestos bajo la lupa.
Narciso el obsceno
“Era como un gallo que creía que el sol había salido para oírle cantar”. George Eliot