Carlos Arturo Baños Lemoine.
El pasado 16 de mayo, la mexicana Andrea Meza ganó el certamen Miss Universo 2020. Y, en estos días, anda de gira por México, su país natal. La ocasión es propicia para abordar un tema que siempre ha resultado incómodo para la mitología feminista: los estereotipos, cánones o modelos de belleza femenina.
En esencia, la mitología feminista jamás ha comprendido el poder inherente a la belleza física de los seres humanos, en lo general, ni de las mujeres, en lo particular. Es más, podemos decir que la mitología feminista jamás ha comprendido el fenómeno del poder mismo.
El poder, esa capacidad de hacer y de hacer-hacer (o sea, de influir). Estamos hablando, pues, de la capacidad de hacer algo por nosotros mismos (forma directa del poder) y de la capacidad de hacer que los otros hagan las cosas que nos interesan o nos convienen (forma indirecta del poder). Siempre he dicho que el mejor tratado sobre el poder es una obrita de teatro, específicamente una comedia: La mandrágora (1518), del genial Nicolás Maquiavelo.
En dicha obra, Maquiavelo expone, de forma incluso jocosa, las más importantes formas de ejercicio del poder que operan en toda sociedad humana: fuerza física, empleo de armas, acción colectiva, dinero, linaje, conocimiento, experiencia, manipulación mental, manejo discrecional de la información y belleza, por mencionar las principales.
El extraordinario Maquiavelo acierta al afirmar que la belleza tiene un poder de seducción capaz de doblegar y de someter voluntades. Por ello, la belleza es poderosa, muy poderosa. Por eso, todos los seres humanos aspiran a ser bellos y se frustran por no serlo.
Y no nos engañemos, por favor: la belleza del cuerpo es un valor estético sumamente objetivo, ya que guarda relación con la simetría, la proporcionalidad volumétrica, el equilibrio de las formas, la tersura, la lozanía, la firmeza. Si alguien tiene dudas al respecto… ¡allí está la belleza de Andrea Meza!
Insistamos: la belleza tiene la capacidad de doblegar y de someter voluntades. Mientras mayor sea la belleza, mayor será la capacidad de doblegar y de someter voluntades. Los concursos de belleza ponen a competir “a las mujeres más bellas”. De aquí su importancia y su trascendencia.
Y el poder inherente a la belleza nos explica, muy bien, el terrible trauma de no tener belleza o de perderla después de tenerla. Vean ustedes todo lo que hacen las mujeres (y no sólo ellas) para mantener su belleza: dietas, ejercicios, emulsiones, fajas, inyecciones, mascarillas, operaciones, tratamientos, cremas, masajes, esoterismo, etc. ¿Cuántas mujeres incluso han perdido la vida o han menoscabado su salud tratando de mantener su belleza? Por eso la vejez pesa. Por eso la vejez duele.
Dicho lo anterior, es fácil inferir por qué el tema de los estereotipos, cánones o modelos de belleza femenina le resulta tan incómodo a la mitología feminista.
Y el tema le resulta incómodo por doble vía. A las feministas horrendas, que son muchas, muchísimas, les afianza el trauma de no poder ejercer el poder de seducción inherente a un cuerpo hermoso: la envidia corroe desde el hueso hasta la epidermis. Y a las feministas bellas, que son poquísimas, les pone en cara su contradicción existencial: desaprobar los estereotipos, cánones o modelos de belleza femenina que todos los días reproducen, afanándose por no perderlos.
Así, pues, la belleza femenina ejemplar y paradigmática, al estilo de Andrea Meza y de todos los concursos de belleza, siempre será una piedra en el zapato para las feministas, porque continuamente les recordará su corrosiva envidia o su notoria contradicción.
Tan duro y tan cierto lo que acabo de decir. Por eso lo que digo es tan incómodo.
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