La vida en las pantallas…

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

“Los ‘nativos digitales’ son los primeros niños

con un coeficiente intelectual más bajo que sus padres”

Michel Desmurget

En los últimos años, nuestras sociedades han efectuado una transición que ha llevado gran parte de nuestras vidas al mundo online. La lectura, el acceso a la información y la socialización misma han encontrado en la red nuevos terrenos, en los cuales han hallado nuevos impulsos y potenciales. Son pocas las áreas del día a día que no se han visto profundamente transformadas por la llegada de la web 2.0. Desde la educación, hasta los crímenes, pasando por el amor y el espionaje, no importa qué tan dispares sean los mundos, todos han sido en cierta medida trastocados por la era digital. Frente a este panorama, no es de sorprenderse que nuestras formas de aprender, concentrarnos y asimilar información cambien también a fondo.

Para Michel Desmurget, autor de “La fábrica de cretinos digitales”, nuestra interacción con el mundo digital a través de las pantallas no es color de rosa, como tanto pretende hacerse creer. Mucho se habla de la presunta democratización que ha traído la web 2.0 y de los enormes beneficios que supuestamente aporta a los derechos a la libertad de expresión y de información, pero ¿qué tanto se ha mejorado realmente de fondo el ejercicio de estas libertades?

Desde la perspectiva del autor, los principales efectos de nuestra interacción con las pantallas, más allá de idealismos y promesas utópicas, se ven reflejados en afectaciones “a todo lo que nos hace humanos”. Los dispositivos digitales cambian mecanismos relacionados con el lenguaje, con la capacidad de pensar y de memorizar. Al respecto, cita las investigaciones de Mark Bauerlein, de la Universidad Emory en Atlanta, quien sostiene que las capacidades cognitivas básicas de las generaciones más jóvenes se están reduciendo considerablemente. No hace falta más que notar cómo cada vez más la educación depende del acceso a las plataformas digitales, incluso para tareas que podrían cubrirse fuera del mundo online. Lo que antes se guardaba en el cerebro se almacena hoy en la memoria externa y general que significa el buscador de Google.

Esta dependencia nos habla, por supuesto, de un mundo cada vez más homogéneo, donde, aunque ya no repitamos “como pericos” información que no comprendemos, sí damos todos al unísono por cierta información que poco nos molestamos en verificar o cuestionar. Hoy ni siquiera hacemos el intento de apropiarnos del conocimiento o darle sentido en nuestro contexto o dentro de la gran gama de otros conocimientos aprendidos. Simplemente se permite que sea Google quien hable a través de nosotros.

Por supuesto que no podemos negar los impactos positivos que ha traído la era digital. La ciencia y la tecnología se han beneficiado ampliamente de ella. Distintas ramas del conocimiento han hecho lo propio: el periodismo de hoy no sería lo mismo sin internet, sólo por dar un ejemplo. Sin embargo, lo que Desmurget hace no es negar estos beneficios, sino señalar los enormes perjuicios que trae el exceso de uso de estos dispositivos. La realidad es que generaciones enteras están siendo criadas por sus pantallas, abandonadas a la voluntad de quienes ponen los contenidos tras de ellas. Si la situación análoga con la TV ya era preocupante, ésta lo es todavía más, dado que al menos la TV tenía más limitados los espacios en los que penetraba; por el contrario, los dispositivos electrónicos acompañan a la infancia en cada momento de sus vidas.

Desmurget llega incluso al punto de cuestionar el papel de los dispositivos electrónicos en la educación. La utilidad que podrían tener como materiales pedagógicos, asegura, se ve eclipsada por el uso real que se les da: se les utiliza para ver contenidos televisivos y jugar videojuegos (en el mejor de los casos). La realidad es que para que los niños hagan un uso educativo de los dispositivos electrónicos requieren del acompañamiento de una persona que funja como guía y pocos niños tienen los padres con el tiempo y los ánimos necesarios para cubrir este papel.

No hace falta más que ser un poco objetivos para darnos cuenta de que el uso pedagógico es lo que menos nos importa a la hora de comprarles dispositivos a nuestros hijos. Para el autor, la cruda realidad es que los niños utilizan estos aparatos alrededor de seis horas para entretenimiento por cada hora que les utilizan para aprender. El trasfondo perverso tal vez se nos escapa y es que quizás no hagamos nuestras propias intenciones manifiestas: ¿les estamos comprando dispositivos electrónicos para mantenerlos callados? Triste es el futuro que le espera a la humanidad si desde hoy educamos a los adultos del mañana para que se mantengan entretenidos en trivialidades, sin nada de tiempo para el análisis, la crítica, la reflexión, o incluso —¿por qué no decirlo? — la desobediencia.

 

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La perfección constante y pública es lo que buscan a lo largo de sus vidas gimnastas como la estadounidense Simone Biles. Pero ¿cuál es el costo? De acuerdo con la historia de vida y testimonios de la artista, detrás hay un montón de sacrificios, dolores e, incluso, maltratos. Estas prácticas poco a poco van saliendo a la luz, gracias a personas como Biles, que han revelado al público que estas competencias no son color de rosa. ¿Será que el mundo está listo para cambiar la forma en que deja vivir a sus deportistas? El sorpresivo retiro de la gimnasta deja una interrogante en el rostro de la perfección, que, como pocas veces, es cuestionada desde dentro. ¿Debe lucharse incansablemente por alcanzarla, aunque en el camino se sacrifique al propio ser? Biles ha respondido que ya no más. Simone Biles pone énfasis en la pregunta: ¿Una ética del deseo o una ética del deber ser? Quizá Simone apuesta desde ya por la sabiduría de la salud existencial y se aleja del boato y el oropel, una

lección metaolímpica. De pronto el regreso al espíritu lúdico de la gran Atenas. Difícil cerrar el tema mucho que pensar y valorar las prioridades humanas.

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