Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
Los mexicanos tenemos una relación neurótica, maniquea y casi esquizofrénica con nuestra historia.
Quizá se deba a la combinación de dos herencias: la hispana con su doble moral y su amor por los folios y la mexica con su miedo y veneración por las fuerzas cósmicas y sus representantes.
Es una manera simplista de proponerlo, pero así lo pienso. Si estoy equivocado, que los especialistas me lo demanden.
Desde la primaria nos enseñan que somos producto de una suerte de lucha entre ángeles y demonios. En el cielo a la diestra del Señor están Hidalgo, Juárez, Madero, Cárdenas y otros de esa estirpe. En el infierno, rostizándose a fuego lento bajo la pezuña del Maligno, encontramos a los gachupines junto con Maximiliano, Díaz, Huerta, Wilson y otros de esa canalla.
Si Miguel Hidalgo hubiese sido el cura de pueblo que vimos en primaria, jamás habría encabezado una rebelión de independencia. No señor. Se hubiese quedado con sus salmos y sus santitos.
Alguna vez, en mi infancia inocente, quise saber por qué tuvo mujeres e hijos y fui remitido a la dirección por faltar al padre de la Patria. Hoy me da risa, pero en aquel entonces fue poco menos que una tragedia familiar cuando el severo director amonestó a mis padres.
En ocasión del centenario del puerto marítimo de Veracruz, hubo la propuesta de colocar en el malecón un busto de Porfirio Díaz, el presidente que ordenó la obra.
Se armó el Rosario de Amozoc, porque como todo mundo sabe, el general Díaz es el anticristo civil oficial de la República… aunque una de las más bonitas avenidas de la capital se llame “Coronel Porfirio Díaz”, que es uno y mismo que el primero, pero con un rango menor, y en la ciudad de Oaxaca abunden las calles y las escuelas que llevan su nombre.
El héroe del Dos de Abril y el Cinco de Mayo sí. El siniestro dictador que inició (nos guste o no) la industrialización del México moderno, no. Si esto no es evidencia de una esquizofrenia social no sé qué será.
Debemos entender el por qué, que nunca es blanco y negro. Necesitamos estudiar el contexto histórico en que se dan los episodios. La conciencia histórica es la gran defensora social.
En una entrevista en la radio pública yanqui preguntaron a Einstein qué materias consideraba esenciales para formar generaciones de ciudadanos defensores de la democracia y la libertad.
El viejo profesor lanzó una mirada pícara al entrevistador y alzó la mano derecha con tres dedos extendidos: “Historia … historia … ¡historia!”
En Sudáfrica, en compañía del gran escritor Mandla Langa, visité el Museo del Apartheid en Soweto, experiencia tan impactante como recorrer el Yad Vashem del holocausto.
El director explicó que mantener viva y documentada la memoria de las atrocidades de los afrikaaners contra los negros no era ni deseo de venganza ni insana morbosidad, sino obligación moral para garantizar que esa historia nunca se repita. “Que nuestros jóvenes no pierdan la memoria”, dijo, “es una salvaguarda para el futuro”.
El apartheid no iba a desaparecer enterrándolo, sino comprendiendo las causas que lo hicieron posible.
Revisar el pasado, valorar con madurez hechos y personajes y el contexto en que interactuaron, es un eficaz remedio contra iguales traspiés. Ya lo dijo Santayana, y aquí lo he citado ad náuseam: “Quien no conoce el pasado está condenado a repetir los mismos errores”.
Es necesario que nos enfrentemos a lo que fuimos porque sólo así entenderemos lo que somos: el fruto del encuentro de fuerzas históricas y sociales, de hazañas y torpezas, de generosidades y bellaquerías. Sólo así alcanzaremos la madurez como nación.
Pienso que fue un error constituir una “fiscalía especial” para aclarar el 68. Los archivos debieron hacerse públicos con los nombres y los rostros de las víctimas y de los victimarios y la historia debió haber sido puntual y verazmente reconstruida.
Acosar a un anciano para hacerle una ficha signalética, por muchas sospechas o certezas que haya sobre su maldad, es venganza que desvía la atención de lo verdaderamente importante: conocer y entender un periodo de nuestra vida como nación que debe ser documentado y revelado sin restricciones.
Las marchas y los abajo firmantes no conjuran la posibilidad de sistemáticos episodios de violencia contra la población, como lo vimos en Aguas Blancas y en Chiapas y como lo vemos a diario en contra de las comunidades más pobres y marginadas, porque el problema es el sistema más que sus operadores.
Lo único que nos pondrá a salvo de eso es una mayor conciencia, una mayor participación ciudadana y la puntual e imparcial aplicación de la ley que enfrente los grandes males de México: la impunidad y la desigualdad.
Qué Díaz fue dictador es lugar común. Que Miramón y Mejía fueron traidores se machaca una y otra vez. Lo que nos falta es entender el contexto histórico en que se dieron los hechos y acercarnos a la personalidad de los actores.
No creamos en la parábola oficial de que Juárez nunca cometió errores graves. No es pecado proponer que Madero fue víctima de sus limitaciones. Nuestra historia oficial teme encontrar que ni los “malos” fueron tan malos ni los “buenos” tan buenos y que es mejor no remover ciertas aguas.
Como todas las naciones, la nuestra ha tenido épocas luminosas y otras sombrías. Comprender las razones de nuestros altibajos es un aprendizaje para las nuevas generaciones. Documentar y conocer sus causas profundas lleva a la sanación social y a la democracia.
Satanizar a “los malos” es cobardía. Llevar a los altares a los “buenos”, ingenuidad. Necesitamos entenderlos. Creo que ya es tiempo de que saquemos a la luz y nos hagamos cargo de nuestras joyas de la familia … o como diría el clásico, de los esqueletos en el ropero.
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