Boris Berenzon Gorn.
Aunque la vida en nada se parezca a una planicie, nos gusta pensarla como una línea recta que va en continuo ascenso. Entenderla como una cadena progresiva de mejoras, del mismo modo en que miramos la historia, nos da una suerte de consuelo que combate la nostalgia y aligera la ansiedad propia de la incertidumbre del futuro. La vida como una rampa que ha de llevar al cielo puede ser una fantasía reconfortante, pero sin duda es poco realista y —a veces— aburrida incluso. Teóricamente, el positivismo ha hecho de las suyas y de pronto es el consuelo en el que hay menos interpretación y más necesidad de un mundo basado en la “datofrenia”, una suerte de obsesión por la acumulación de datos que no pongan en duda la verdad, el consuelo de la explicación ante la interpretación.
No hace falta tanta introspección ni dosis tan grandes de honestidad con uno mismo para notar que la vida no es un ascensor con destino al éxito. No se trata de profesiones, talentos o condiciones económicas: ninguna existencia puede resumirse en una sucesión de estímulos positivos, cada uno más grande que el anterior. No importa que el sistema de consumo así lo quiera hacer ver. Lo cierto es que existir implica no solo grandes tristezas y fracasos sino también rupturas enormes que parten la vida en trozos elípticos vitales que, por mucho que vuelvan a juntarse, ya no serán capaces de formar el mismo cuerpo.
Para la filósofa Claire Marín estas rupturas atraviesan toda nuestra vida. Aunque prefiramos no mirarlas, su paso es la mano que da forma al barro de la propia historia y de nuestra historia. Sus marcas son tan claras como profundas cicatrices en el rostro que no solo contribuyen a la formación de la propia identidad, sino que fungen también como recordatorios de quienes fuimos y no volveremos a ser más. Porque las rupturas, apunta Marín, no siempre son limpias y bellas, no suceden solo por la línea punteada, sino que son frecuentemente aparatosas, desbordadas, como hechas por un niño que toma por primera vez unas tijeras y rasga con ellas un trozo de papel.
Sin embargo, y pese a su papel protagónico en nuestras existencias, nos gusta esconderlas bajo la alfombra y fingir que nunca existieron. Las cubrimos con historias de falsa superación, las adornamos con discursos new age que no hacen más que negarlas, las mantenemos alejadas de la vista, incluso de la propia, y aparentamos —a pesar de los años y de las profundas y dolorosas grietas—, que seguimos siendo los mismos. “La gente no cambia”, repetimos, más para justificar las propias actitudes que para calificar las del otro.
Pero la gente sí cambia, y lo hace al grado de dejar por completo de ser la misma por completo, aunque sea su rostro similar y el tono de su voz permanezca inalterable. Para la autora de Rupturas: cómo superar el desgarro que produce una experiencia dolorosa, estos quiebres, aunque hirientes, son responsables de un manojo de impulsos creativos y de sacar a la luz aquello que permanecía invisible en nosotros. Las cosas que se niegan y se entierran en las fosas más profundas de la vergüenza, el temor y el miedo terminan por salir a flote cuando el ser enfrenta una ruptura que lo obliga a despojarse de su armadura.
La sociedad actual, dice Marín, “nos pide que actuemos como si fuéramos superhéroes”; sin embargo, “somos seres vulnerables” en cuya fragilidad nace el afecto y la creatividad. Quizá por ello una sociedad de consumo que valora al individuo solo por sus competencias desea con tanto ahínco que este niegue sus rupturas: porque así se blinda de todos esos cambios y microrrevoluciones que harían ruido en un sistema que se alimenta de una homogeneidad maquillada de diferencia.
“Las rupturas dicen algo sobre nuestra historia”, asegura Marín, “y en vez de cubrirlas con tatuajes es más idóneo reverlas para ver también las dificultades por las que atravesamos”. Y es que, si bien no tenemos un mapa para transitar con certeza por el futuro, las rupturas y sus cicatrices nos dan un registro de la vida que hemos atravesado, de sus oscuridades y sus recovecos. No hay por qué ver en ellas perdición sino talismanes que nos orientan en el camino con base en las experiencias recabadas.
Llenas de sabiduría, a veces de misticismo, las rupturas son una parte de la vida frecuentemente ignorada y menospreciada. Al negarlas, nos regalamos la ilusión de quietud, de permanencia. Si no han ocurrido, significa que seguimos siendo los mismos. Pero en el fondo lo sabemos: “nadie se baña dos veces en el mismo río”. Afortunadamente, he allí uno de los sentidos de la vida.
Manchamanteles
Tras haber sido de los primeros en cantar victoria, países como Israel están teniendo que volver a aplicar medidas para contrarrestar la pandemia de COVID-19. El cubrebocas en espacios cerrados vuelve a ser requerido tras desaconsejarse su uso. Después del esfuerzo que significó que una buena parte de la población empezara a usarlo, ¿en verdad piensa el mundo que será fácil para las masas retomarlo tras dar la medida por cancelada?
Narciso el obsceno
Alexander Lowen (1910 – 2008), psicoterapeuta neoyorkino, alumno de Wilhelm Reich e interesado en el análisis bioenergético, hace acuse de recibo de un malestar de nuestros días en su libro El narcisismo, la enfermedad de nuestro tiempo, en el que señala que los narcisistas son “seductores y manipuladores, y luchan por conseguir el poder y el control. Pero, en el fondo, al carecer de un sólido concepto de sí mismos, la vida les parece vacía y falta de significado, por lo cual viven en un estado de perpetua desolación”.