Un voto por la denegación de nuestra identidad

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

 Nacos, fresas y frambuesas, todos van a Perisur.

Carlos Monsiváis (Aniversario 25 de la plaza comercial)

En medio de un complejo panorama político, social e incluso económico para todo el mundo, la discusión en torno a los temas relevantes ha quedado reducida en México a los odios propios del rancio sistema de castas. Este domingo, el país elige diputadas, diputados, gubernaturas y otros tantos; sin embargo, a ratos parece que lo que estamos eligiendo es mucho más tribal y menos racional que la votación de representantes políticos. Por momentos parece que el ejercicio democrático de este 6 de junio es solo un pretexto y que lo que busca el clasismo es reafirmarse frente a la posibilidad de una sociedad igualitaria.

Gonzalo Aguirre Beltrán (1908-1996) afirma en su concepto Metabolismo demográfico que “la implantación del sistema de castas es la causa de la lenta evolución demográfica del México Colonial”. Lo anterior no solo es válido para México sino para toda América Latina, pues dicha interpretación promueve la idea de una sociedad sustentada en un régimen denegado de jerarquía racial y clasista, hasta nuestros días, cada vez más vulgarizado y enfrentado.

El fenómeno del que hablo va más allá de los partidos políticos, de las simpatías y las afiliaciones. Es por ello que todos deberíamos tomar cartas en el asunto para combatirlo. El clasismo ha estado siempre presente en México, íntimamente ligado con otras formas de discriminación. El racismo o, como se ha dado por llamarle recientemente, la “pigmentocracia” ha crecido en simbiosis con las distinciones que se hacen en función de la condición económica y del color de piel.

Suele decirse que en México no hay racismo, lo que niega de manera simplista una situación compleja que involucra a todos los mexicanos. Esta afirmación suele basarse en la utilización de un marco externo para analizar un fenómeno local. Se cree que en nuestro país no existe este problema simplemente porque no tiene las mismas características que tiene en Estados Unidos o en cualquier país europeo.

La visibilidad que se ha dado a las violencias ejercidas por color de piel y origen en estos países ha sido gracias a las comunidades afrodescendientes, que tras una lucha histórica de siglos han conseguido que sus derechos empiecen a tomarse en cuenta (con altibajos). En México, si bien estas comunidades existen y claman también su inclusión y respeto, no son los únicos objetivos de la discriminación racial. Por otro lado, tampoco son los pueblos y comunidades indígenas los únicos afectados por este sistema de castas moderno; es mucho más complejo que eso.

La discriminación clasista, racial —y a veces hasta supremacista— que existe hoy, toma en cuenta, para hacer sus distinciones, cada uno de los aspectos de la vida de una persona. Su color de piel, el dialecto del español que usa (o si habla otra lengua), su entonación, su forma de vestir, su origen, sus condiciones económicas, el lugar en el que vive, el lugar donde se educó y si se educó o no son algunas de las características que el clasismo evalúa para formar sus élites y minimizar a los grupos que considera inferiores.

El clasismo mexicano, así enredado con la discriminación racial, no percibe el mundo en unos cuantos grupos perfectamente divididos y delimitados. Por la misma razón, combatirlo ha sido muy difícil; hacen falta los componentes identitarios que llevan a los grupos a organizarse y formar la resistencia. Este fenómeno actúa como una escala encabezada por una élite que se encuentra por encima de otros estratos, a los cuales se les asignan papeles, estereotipos y, en algunos casos, privilegios.

Sin duda, el fundamento de estas distinciones es el sistema de castas que dividía a la sociedad, según su origen y color de piel, en distintos estratos de una pirámide. Este se ha complejizado, ha añadido distintos puntos medios y factores de discriminación, pero en esencia sigue manteniendo la misma forma de operar.

Hoy, frente al proceso electoral que tendrá lugar esta semana, el clasismo parece haberse colocado como el principal factor para decidir la votación. Las propuestas políticas quedan en la oscuridad, si acaso existen, lo que ha dado paso a los viejos odios heredados de la Conquista. Las necesarias críticas agudas llevan permanentemente un tufo clasista que revela que, más que un móvil racional, su motor es el desprecio hacia las clases que consideran que deberían nacer y permanecer subordinadas.

La descalificación del otro mediante intentos de argumentos caricaturescos no es nueva ni en México ni en la política en general. Sin embargo, sí resulta más reciente lo abierto que es hoy el asco que las élites profesan hacia los grupos que consideran que no deberían nunca ser capaces de ejercer el poder. Irónicamente, pretenden hablarles (“rebajando su lenguaje” o “codificando el mensaje” para que los pobres “entiendan”) para que usen en favor de estas élites el enorme poder de la colectividad organizada.

Para resolver sus problemas, México necesita diálogo y democracia, pero esto resultará imposible si se parte de un sistema de castas caduco que descalifica al otro simplemente por ser pobre o “naco”. Quizá sea buen momento para releer a Guillermo Bonfil Batalla o a Antonio García de León, entre otros, para repensar la vigencia de nuestra identidad denegada de mestizaje.

 

Manchamanteles

Lo mismo en Rusia que en Estados Unidos, uno de los grandes problemas para enfrentar la pandemia de COVID-19 está siendo la apatía y las teorías conspirativas de la gente. Y es que, teniendo las vacunas, no quieren inmunizarse. ¿Hasta cuándo seguirá el mundo perdiendo contra la ignorancia?

 

Narciso el obsceno

“No eres tú; soy yo”, dice Narciso cuando prefiere evitar el encuentro con el otro y un camino en compañía que vaya Dios a saber qué espacios ignorados, reprimidos y nunca antes mirados revelaría de su propio ser.

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