Elogio de lo cotidiano

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

Dice Roberto Juarroz que “cada uno tiene su pedazo de tiempo y su pedazo de espacio, su fragmento de vida y su fragmento de muerte”. No hay nada fuera de lo cotidiano porque… ¿lo excepcional dónde sucede? Sí: en la impronta de lo cotidiano. Salvar el rostro de la cotidianidad es la posibilidad de existir en la solvencia de la medianía de eso que llamamos felicidad. Cuando se dice que lo cotidiano es aburrido, monótono, respetivo, en realidad escondemos que es el sujeto el que tiene esas cualidades, y no el tiempo y el espacio. La cotidianidad tiene una gama cromática muy grande: desde lo más aburrido a lo más sublime.

El último tiempo quedó marcado por la imposición real de la cotidianidad sobre nosotros sin el sello de nuestra subjetividad, y he aquí algunos de los ejes de la ansiedad y la frustración de nuestros días.

Desde que empezó la pandemia de COVID-19 quedó claro que el distanciamiento social era la principal herramienta para evitar contraer el virus. Antes incluso de que se recomendara el uso de cubrebocas, ya se sabía que lo importante era imponer entre nosotros metro y medio y evitar el contacto físico. En marzo del año pasado la tarea parecía menos imposible. Pensamos que no pasaría nada si nos alejábamos un par de meses. Pero conforme la crisis se extendió, el reto fue antojándose más titánico. Hoy, frente a una amenaza de intensidad variable, pero cuyo fin parece aún lejano, toca preguntarse cuáles son los límites de la distancia impuesta.

Algunos cumplen con él, otros no tanto, pero el distanciamiento social sigue siendo una de las pocas herramientas que tenemos para evitar la propagación del virus que causa la COVID-19. En junio o julio de 2020 era muy fácil señalar a quienes, pese a tener las posibilidades, no habían hecho un cambio radical en su vida social. Ingenuamente, pensábamos que se trataba de un sacrificio que no duraría más que un breve lapso y que solo los más cínicos eran incapaces de hacerlo. Aunque quizás en la segunda parte de este juicio no hayamos errado tanto, nos equivocamos, a todas luces, en la primera. Los países más adelantados en términos de vacunación —y la dureza con la que aún experimentan los contagios— nos han mostrado que el final de la pandemia será más gradual de lo que nos gustaría.

Hoy la pandemia se muestra en toda su longitud. En lugar de “ya han pasado seis meses”, entendemos que la crisis “apenas lleva un año” y que tal vez su solución sea menos mágica y espectacular. Probablemente no vamos a amanecer ningún día de 2021 anunciando que finalmente se ha acabado la pandemia, pero quizás vivamos varias semanas de este año experimentando el alivio propio de una gran disminución de los casos. El dimensionar así los efectos del virus nos da nuevos parámetros desde dónde analizar cómo han cambiado nuestras vidas y lo viable que es mantener con toda severidad las medidas más estrictas sin un solo momento de descanso.

Como lo ha dicho el psicólogo Luis Fermín Orueta en su espacio de opinión en el Diario Sur de Málaga, la pandemia nos llevó a elegir entre el goce y la vida.  Y es que el distanciamiento social ha significado que debamos abstenernos —por periodos o permanentemente— de los placeres del día a día a los que antes estábamos acostumbrados. Y no me refiero únicamente a los placeres dionisiacos sino también a aquellos más sutiles que hoy debemos dosificar. Por momentos y en algunas partes del mundo, el solo hecho de salir de casa ha estado prohibido. En la generalidad, las reuniones nutridas en espacios cerrados no son recomendadas y muchos puntos de socialización permanecen cerrados. ¿Cómo ha impactado esto en lo más hondo de nuestros seres? ¿Qué ha significado para nosotros, como individuos, el tener que elegir entre preservar la salud o tener pequeñas dosis de normalidad?

Por mucho que la curva epidémica se encuentre por momentos en puntos bajos, las recomendaciones no cambian mucho, particularmente para los países donde la vacunación avanza despacio (debido al acaparamiento de vacunas y a los retrasos de laboratorios involucrados en su elaboración). Sin embargo, y sin promover nunca que la gente deje de cuidar su salud, es también verdad que resulta sumamente complicado vivir sin un poco del goce del que habla Orueta. Y es que, como señala, “el aislamiento social conlleva necesariamente una hemorragia de goce, goce que está por definición vehiculizado a través del lazo social, es decir, de la presencia de los cuerpos”. Vivir sobreviviendo a un virus nos parece insuficiente, pero ¿qué hacer cuando la otra opción es de plano poner en riesgo la salud? Hoy, con un año a cuestas, y —nuevamente— sin aplaudir el cinismo, entendemos lo difícil que ha sido esta elección para mucha gente.

Las historias han abundado —y no hay necesidad de ponerles nombre por respeto— de personas adultas mayores que, cansadas de estar aisladas, terminaron por organizar reuniones con sus amigos en una rebelión total en la que dejaron de lado hasta el cubrebocas. El virus ha sido inclemente con muchos de ellos, lo que ha demostrado la dificultad de la elección que se planteaba. Hoy, por fortuna, las personas mayores tienen mucha mayor protección con la vacuna en distintas partes del mundo, incluido México, por lo que su normalidad poco a poco irá siendo devuelta.

La pandemia nos ha enseñado que renunciar al goce no es asunto sencillo y que quienes son incapaces de hacerlo no necesariamente actúan desde un impulso malvado. Los equilibrios humanos son mucho más complejos que eso. Este ha sido un reto para todos, pero mucho más para quienes no tienen las condiciones mínimas de vida que les permitan una estabilidad o para quienes no tienen herramientas para poner en orden su cabeza y mantenerse en el encierro un día más. Finalmente, hay que marcar en largas sinfonías un elogio de lo cotidiano.

 

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